sábado, 31 de enero de 2009

Cielo de enero

Cómo aprieta hoy el invierno. Hasta las ramas del paraíso, que siempre prolongan sus hojas más allá de diciembre, están a punto de ofrecer su piel desnuda; la fría luz de enero que también busca su lecho. Los ángeles parece que han estado jugando con el carboncillo y han dejado el día más cerrado que de costumbre; se diría que no tiene fin esta condena de invierno. A los pájaros, en cambio, parece no importarles demasiado esta parálisis del tiempo y continúan saltando entre las ramas. Sabedores de que el azul siempre llega, jamás la impaciencia prendió entre sus alas.

Por la tarde ha sido distinto. El cielo se ha abierto un poco y la luz parecía alegrar las distancias. Por los Reyes, lo conocen los bueyes, dice el refrán (y por San Antón, la patita del lechón, añade mi madre), y vaya si se estira esta luz, sobre todo comparada con la de diciembre, con esos días condimentados de ceniza. He vuelto a sacar al Rufo, como cada tarde, y a la misma hora, hace un mes, era ya casi de noche. Qué alegría llevaba hoy y vaya carrera que le he echado cuando subíamos la cuesta, jadeantes hemos llegado los dos arriba. Tampoco viene mal un poco de ejercicio. Uno no es que esté demasiado gordo, pero sí que le gustaría perder unos kilos.

En las afueras del pueblo, casi a campo abierto, vaya si se notaba el frío. Este aire de enero se cuela por el menor resquicio y casi te congela el fondo de los ojos, el último rincón donde quizá habite la esperanza. El cielo volvía a encapotarse a veces y a ratos mostraba las últimas luces del día, el prodigio donde el alma siempre se detiene. A la vuelta, entre los densos nubarrones que cubrían buena parte del pueblo, un espacio de claridad, justo el cielo que envolvía a lo lejos la torre de la iglesia, la sabia luz de la piedra, un descanso para el alma en la orilla de los siglos.

20 de enero