jueves, 31 de marzo de 2011
Vuelta a la infancia
"Legendario Circo Mundial. Dos únicas funciones viernes y sábado a las 19:00 h." El cartel del circo transportaba a Pablo a una infancia que imaginaba situada en las orillas del tiempo, un lugar que suponía para siempre a salvo de las manillas del reloj. Los colores del payaso parecían dar una mano de pintura a los colores desleídos por los años, y las fauces del león despertaban de un letargo un temor infantil que volvía a removerse en su pecho. Hacía tiempo que un circo no visitaba la localidad, y pensó que sería una buena oportunidad para que sus retoños experimentaran las mismas sensaciones que él había sentido de pequeño. Sí, definitivamente lo haría; no esperaría al sábado y asistiría a la primera función, la del viernes, en compañía de sus muchachos.
No sabría decir quién estaba más entusiasmado, si sus hijos, que acudían por primera vez a un espectáculo semejante, o él mismo que volvía a ser niño otra vez, que se adentraba de nuevo en la carpa sagrada de la infancia. Los números circenses se sucedían entre la voz electrizante del maestro de ceremonias, el ojo inquieto de los focos y la entrega de un público que aplaudía a rabiar tras cada una de las actuaciones, a las que consideraba sólo posibles tras un caudal de horas que escapaba con mucho de sus cálculos. Trapecistas y volatineros, payasos y malabaristas lograban convertir en sonrisa el paso raudo de las horas. Por fin, el número que tantos esperaban: los leones. Una ligera inquietud comenzó a embargar el ánimo de Pablo cuando unos empleados comenzaron a montar la jaula que, a pocos metros de donde se encontraban, ocuparían en breves minutos las fieras. Era el miedo que había experimentado de niño, que crecía por momentos, el temor a que, a pesar de lo poco probable del suceso, algún animal se escapase y se abalanzase sobre él; era el Pablo niño que volvía. El rugido de uno de los leones, el más próximo a él y sus hijos, provocó que cerrara con fuerza los ojos en un gesto que, algunas veces de pequeño, le había permitido evadirse momentáneamente de la sensación de peligro. Sin embargo, en esta ocasión, cuando hubo de abrirlos, el miedo que le atenazaba no había retrocedido lo más mínimo: allí seguía frente a la fiera que, con su enorme cabeza y sus ojos sin clemencia, le miraba fijamente, armado tan sólo con una lanza, mientras la multitud gritaba enfervorizada su nombre:
- ¡Paulus, Paulus, Paulus!
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