Lloviendo lleva toda la tarde en este mayo saciado de flores y de verdes prodigiosos. Bajo mi ventana, una rosa solitaria soporta estoicamente, cabeceando leve, el agua que cae sobre sus pétalos. Es una lluvia mansa, silenciosa, de esas que dicen que son capaces de pasar con suavidad las hojas del recuerdo. Como hice ayer cuando me refugié entre trastos viejos y telarañas del alma. No hizo falta escarbar muy hondo porque aún está reciente, a pesar del más de un año transcurrido. Unos pocos pasos de la lluvia y ya estabas ahí, como ayer mismo, como el último beso que luego supe de despedida. No recordaba, en cambio, los pequeños tesoros que tuve entre mis manos. Una petaca, una cartilla de un banco, unas viejas carteras llenas de estampas y algún pequeño calendario. De cuando era muy niño, de antes incluso que naciera, tu último año de soltero. Entristecía comprobar cómo esos años, que también serían luz y rosa, eran ahora un viejo papel ajado y amarillo. Así también nuestros nombres. Un día, tras muchas lluvias, serán papel envejecido, vivos quizá en el corazón de alguien, y otro día, tras muchas lluvias más, se disolverán para siempre en el viento. Ha dejado de llover y un tímido sol se ha posado en la rosa, como si una mano invisible y bondadosa intentara rescatarla del agua que arrastra a la descomposición. He ahí nuestra esperanza. Una luz tras las tinieblas, una voz tras el silencio, un corazón amante e infinito que nos rescate de los siglos.
A mi padre