"Todo el que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre,
hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna."
Mateo 19, 29
Parece que otra clase de viento, además del de la tormenta, se desató en la noche de la Vigilia en el aeródromo de Cuatro Vientos y a lo largo de toda la JMJ. Un viento cuya voz no era la del huracán, ni la del terremoto, ni la del fuego, sino acaso el susurro de una brisa suave (1 Re 19, 12). Así, contaba ABC el domingo el caso de Belén, una chica de 23 años graduada en periodismo, que después de participar como voluntaria en estas jornadas se dio cuenta de que su verdadera vocación era convertirse en misionera; en noviembre se marcha a Etiopía con las Hermanas de la Caridad, la congregación fundada por la Madre Teresa de Calcuta. O el de Belén, una peruana de 18 años que se confiesa muy rebelde, y que quiere dedicarse a la vida consagrada. También el de Jesús, que lleva ya una semana en el Seminario Municipal de Sevilla y que desde su trabajo como voluntario en la diócesis, intercambiando correos electrónicos, conoció el entusiasmo de los peregrinos y sintió la llamada. Y el de otro Jesús, un cuarentón alejado de la Iglesia que trabajaba en el área de sistemas durante la JMJ y que quedó subyugado por el ambiente de trabajo de esos días; se sentía, además, atraído por una compañera de trabajo y, en sus propias palabras, "después de años sin pisar la iglesia, me encontré en una capilla pidiéndole a Dios que me diera coraje para decirle que la quería, algo que no habría hecho jamás"; por fin se atrevió el último día y un mes después se han comprometido para casarse. Estos son solo algunos de los primeros frutos de la JMJ, porque la mayoría, igual que la parte sumergida de un iceberg, aún permanece oculta y solo irá aflorando con el paso de los años.
Más cercano a mí que todos estos casos que relato, aunque anterior a la JMJ, es el de Luis, mi compañero de la rondalla, un chaval de 22 años que la semana pasada marchaba para comenzar su segundo año en el Seminario Mayor de Toledo. Podría sentirlo si pensara de forma egoísta, ya que prácticamente me deja solo con el laúd -él toca la bandurria- en un grupo cada vez más reducido de instrumentos. Pero me doy cuenta de que lo suyo es algo superior, algo que pertenece a la íntima esfera en que escuchamos la voz de Dios: nada menos que una llamada a proclamar el mensaje del Señor en los afanes de la vida. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación (Mc 16, 15), nos dice también Jesús en el evangelio, y él ha aceptado la difícil pero maravillosa tarea de recorrer cielos y caminos para llevar su Palabra. A veces me pregunto cómo tiene que ser esa llamada, qué palabra o viento nos mueve a dejarlo todo para dedicarse en exclusiva a quien es fuente de toda vida y mar de todo anhelo, misteriosa perla que se forma en lo más profundo del ser.
Porque la vocación al sacerdocio es un misterio de amor entre un Dios que llama por amor y un hombre que le responde libremente y por amor. Es también una llamada a ser puente entre Dios y los hombres y una llamada a estar en el mundo, para proclamar la salvación, pero sin ser del mundo (Jn 17, 11-16). Es la decisión de un hombre que quiere dedicar su vida a ayudar a sus hermanos a salvar sus almas y a poner más en consonancia este mundo con la Palabra de Dios. No es, como muchas veces se cree, un sentimiento. Se suele decir que "siento la vocación". Pero la vocación no se siente; es, más bien, una certeza interior que nace de la gracia de Dios que toca el alma y pide una respuesta libre. Si Dios nos llama, la certeza irá creciendo en la medida en que nuestra respuesta vaya siendo más generosa. No es tampoco un destino irrevocable, algo a lo que no podemos escapar sin remedio; la vocación es un misterio de amor y el amor es siempre libre; si yo no respondo con generosidad, la llamada de Dios queda frustrada. Ni es por supuesto un refugio para el que tiene miedo a la vida. O una carrera como cualquier otra: la vocación es una historia de amor. No debemos tampoco buscar una seguridad matemática; en la vocación sacerdotal se debe aceptar el riesgo del amor, aunque sea, eso sí, un riesgo en manos de Dios.
He hablado sobre todo de la vocación religiosa, pero la voz de Dios no se circunscribe sólo a estos ámbitos de la vida consagrada. Todos podemos sentir en nuestro interior el susurro de una brisa suave, para la tarea que nos ocupe: el matrimonio, el trabajo, el estudio, las misiones o cualesquiera sean las peripecias que nos toque afrontar en nuestro paso por esta vida. La amistad, el amor, la duda, el cansancio, el dolor; todo puede ser iluminado por ese paso silencioso de Dios al que debemos estar siempre atentos; todos podemos sentir en nuestras entrañas la palabra divina.