jueves, 20 de enero de 2011

Los nombres compuestos


Encontró de nuevo el caballero una dama con la que -esta vez sí- descifrar el alfabeto de la luna. Le pareció que se trataba de ella, la tanto tiempo soñada, porque su aparición fue como la de un ángel; la transparencia y la calidez de sus palabras, ese jardín que dejaban intuir sus frases sólo podían provenir de las más altas regiones celestes. No hacía mucho que se había incorporado al lugar donde él trabajaba desde hacía años, y apenas sabía gran cosa de ella, de esos mundos que imaginaba altos y nevados con sólo su presencia; sus relaciones había ido poco más allá de los saludos y las frases de rigor. Pero daba por supuesto que esa luminosidad que experimentaba al escuchar su voz ella también la sentiría con él, que, si bien era cierto que parecía mostrar la misma calidez y amabilidad con otros compañeros de trabajo, estaba convencido, por razones que él solo sabría explicar, de que el elegido había sido él.


Aquel día estaba contento porque por fin había podido acceder al mundo que ella frecuentaba, a su círculo de amigos; lejos de la rutina del trabajo, tenía por fin la oportunidad de conocer quién era en realidad aquella hada de la que sólo conocía el nombre y unas cuantas estrellas. Llegado el momento de las presentaciones, llegó el turno en que ella debía nombrar al caballero. Dijo sin dificultad el primer nombre, mas -ay, la maldición de los nombres compuestos- titubeó y erró en el segundo. Todo el universo que se había construido se desmoronó en un segundo. La luna y las estrellas de sus sueños eran en realidad de cartón y papel platilla, y hasta la voz de ella, siempre limpia y luminosa como un domingo soleado, le parecía ahora moneda usada: él era sólo uno más de los beneficiados por la salida del sol, de los bendecidos por su luz generosa. Por supuesto ya no le entregaría la poesía que con tanta ilusión le había escrito, cuyas palabras sentía ahora desaparecer como emborronadas por una lluvia en su alma. Ya sólo esperaba el momento de la despedida, que procuraría buscar lo más pronto posible con cualquier excusa, para refugiarse en su castillo de soledad, un refugio harto conocido cuyo vacío parecían gritar con más fuerza los primeros rayos de la mañana.

viernes, 7 de enero de 2011

Las viejas palabras


Bueno, a mí en realidad lo que me gustaría es tenerlo entre mis manos, aspirar su olor a antiguo y sentir entre mis yemas el tacto de los siglos. Hablaba Gabriel Albiac, en un reciente artículo, de los viajes agotadores, las estancias incómodas o las horas de búsqueda para acceder a determinados textos, escondidos entre los fondos restringidos de las grandes bibliotecas europeas o norteamericanas, y que ahora bastaba con entregar a sus alumnos un listado con los enlaces a esos libros. Nadie duda de las infinitas posibilidades de Internet, de acceder, con sólo mover un dedo, a las joyas de la literatura universal o plantarte virtualmente en cualquier rincón del mundo. Pero no lo cambio. No cambio la experiencia, el conocimiento de los viajes y las horas husmeando entre el polvo y las viejas palabras por el luminoso universo de la pantalla. A mí lo que me gustaría es perderme entre papeles y años antiguos y sentir la aspereza del paso del tiempo. En cualquier caso, bienvenida sea la oportunidad de acceder a tesoros como el que hoy os ofrezco. Espero que os guste.



En un lugar de la Mancha...