
Cuando llegaba el verano, nos acercábamos a alguna de las eras del pueblo y trazábamos sobre ella una pista de tenis. En aquella época todavía se trillaba alguna vez la mies, y, aunque irregular en algunas zonas de su superficie, la tierra aplanada devolvía casi siempre el bote de la pelota. Quizá fuesen un poco rudimentarios nuestros métodos, pero solían resultar bastante efectivos. Una cuerda estirada sobre el suelo, a lo largo de ella un poco de yeso, y ya teníamos unas líneas que, en más de una ocasión desajustadas por alguno de sus ángulos, dibujaban una pista de tenis con sus medidas reglamentarias.
Algo más complicado resultaba fabricar la red, como tuvimos ocasión de comprobar. No nos sirvió la primera de todas, una que cosimos con unos sacos de abono de plástico y a la que tuvimos que decir adiós en cuanto se levantó la primera ventolera. Por fin, no recuerdo si porque lo vimos a otros muchachos o porque alguien nos lo sopló, dimos con el remedio adecuado: una vieja red de las olivas, de las que se usaban para recoger las aceitunas, resultó justo lo que necesitábamos para nuestros propósitos. Cortada y cosida como una franja horizontal, tensada por una cuerda que se introducía en un pliegue de su parte superior y que era atada a dos viejos barrotes de cortina, uno en cada extremo, y a otros que jalonaban sus once o doce metros de longitud, fijos a su vez en unos tubos de hierro incrustados en el suelo que habíamos conseguido que nos regalaran en la fragua, podía pasar por una red de verdad, de las que usan los tenistas profesionales.
Cada día, sobre las siete de la tarde, a veces antes, arramblábamos con raquetas, red y palos en las bicis y nos acercábamos a la era para montar nuestro pequeño Wimbledon particular en el que, a falta de juez de línea, era el ojo, o en su defecto una breve discusión, el que resolvía si la bola había entrado o no. Sospecho que nadie que nos viera jugar hubiese afirmado que éramos poseedores de una técnica depurada, pues sucedía a menudo que, tras uno de esos raquetazos en los que empleábamos más el corazón que la cabeza, perdíamos más tiempo yendo a por la pelota que en el desarrollo del juego, por no hablar de cuando quedaba aburrida en algún tejado próximo, circunstancia ésta que marcaba el fin del juego cuando no teníamos pelotas de repuesto.
Con todo, no puede decirse que lo pasáramos mal en los partidos. Oculto el rostro bajo unas gorras de visera que nos defendían del sol letal de julio y agosto, las horas transcurrían plácidamente sin más sobresaltos que si la pelota había botado dentro o fuera, con nuestros descansos para beber de un agua que acababa siempre como las babas y alguna mirada a un horizonte que se negaba a desaparecer de nuestra vista. La tarde se asemejaba entonces un fósforo cuya llama no se extinguiese y a un enorme árbol de una sombra tan intensa como el cariño de los padres, cuya compañía imaginábamos para siempre. Nada nos hacía sospechar de la existencia de esos lugares oscuros llamados tanatorios, y que el tiempo se apresurase un día en alcanzar un destino que nunca supusimos tan cercano.