viernes, 21 de mayo de 2010

A los leones

Parece que no han bastado funcionarios, pensionistas y personas dependientes para saciar el hambre que la incompetencia de la casta gobernante ha provocado en los leones de la crisis, y ya han surgido voces sugiriéndole a Nerón el viejo truco, que vuelva a echar a la arena a los de siempre: los cristianos. Si hace unos días era Tomás Gómez, el secretario general de los socialistas madrileños, quien abogaba por que la Iglesia católica renunciara de manera voluntaria a parte de lo que recibe por la Declaración de la Renta para colaborar, según él, en la lucha contra la crisis, ahora ha sido el eximio pensador José Blanco quien ha especulado con la desaparición de la casilla de la Iglesia del IRPF. Sostiene el ilustre estadista que la Iglesia se lleva la mayor parte de las ayudas que el Gobierno concede a las instituciones, incluidos los partidos políticos, los sindicatos y las ayudas sociales. “Podemos suprimir la casilla de la Iglesia católica –ha manifestado- y sólo quedaba para gasto social, por tanto podía ser una idea, no la estoy proponiendo, pero lo digo porque a veces se juega demasiado con el populismo y la demagogia.” Pues mire usted quién fue a hablar de populismo y demagogia, don José. Frente a estas palabras, sólo cabe recordarle a esta gente lo más elemental, como ha hecho monseñor Braulio Rodríguez, arzobispo de Toledo: “El sistema que tenemos en la Conferencia Episcopal es de asignación voluntaria, no es ningún impuesto. La gestión es del Estado, pero son los fieles, o los que no lo son, quienes ponen esa crucecita; por lo tanto la aportación es libre.” Además, claro, de poner de manifiesto una vez más la ingente labor social y educativa que la Iglesia lleva a cabo, con instituciones como Cáritas, por la que mucha gente que no es creyente no duda en marcar también esta casilla, y sin la cual el Estado tendría poco menos que echar el cierre.


sábado, 15 de mayo de 2010

La pista de tenis


Cuando llegaba el verano, nos acercábamos a alguna de las eras del pueblo y trazábamos sobre ella una pista de tenis. En aquella época todavía se trillaba alguna vez la mies, y, aunque irregular en algunas zonas de su superficie, la tierra aplanada devolvía casi siempre el bote de la pelota. Quizá fuesen un poco rudimentarios nuestros métodos, pero solían resultar bastante efectivos. Una cuerda estirada sobre el suelo, a lo largo de ella un poco de yeso, y ya teníamos unas líneas que, en más de una ocasión desajustadas por alguno de sus ángulos, dibujaban una pista de tenis con sus medidas reglamentarias.

Algo más complicado resultaba fabricar la red, como tuvimos ocasión de comprobar. No nos sirvió la primera de todas, una que cosimos con unos sacos de abono de plástico y a la que tuvimos que decir adiós en cuanto se levantó la primera ventolera. Por fin, no recuerdo si porque lo vimos a otros muchachos o porque alguien nos lo sopló, dimos con el remedio adecuado: una vieja red de las olivas, de las que se usaban para recoger las aceitunas, resultó justo lo que necesitábamos para nuestros propósitos. Cortada y cosida como una franja horizontal, tensada por una cuerda que se introducía en un pliegue de su parte superior y que era atada a dos viejos barrotes de cortina, uno en cada extremo, y a otros que jalonaban sus once o doce metros de longitud, fijos a su vez en unos tubos de hierro incrustados en el suelo que habíamos conseguido que nos regalaran en la fragua, podía pasar por una red de verdad, de las que usan los tenistas profesionales.

Cada día, sobre las siete de la tarde, a veces antes, arramblábamos con raquetas, red y palos en las bicis y nos acercábamos a la era para montar nuestro pequeño Wimbledon particular en el que, a falta de juez de línea, era el ojo, o en su defecto una breve discusión, el que resolvía si la bola había entrado o no. Sospecho que nadie que nos viera jugar hubiese afirmado que éramos poseedores de una técnica depurada, pues sucedía a menudo que, tras uno de esos raquetazos en los que empleábamos más el corazón que la cabeza, perdíamos más tiempo yendo a por la pelota que en el desarrollo del juego, por no hablar de cuando quedaba aburrida en algún tejado próximo, circunstancia ésta que marcaba el fin del juego cuando no teníamos pelotas de repuesto.

Con todo, no puede decirse que lo pasáramos mal en los partidos. Oculto el rostro bajo unas gorras de visera que nos defendían del sol letal de julio y agosto, las horas transcurrían plácidamente sin más sobresaltos que si la pelota había botado dentro o fuera, con nuestros descansos para beber de un agua que acababa siempre como las babas y alguna mirada a un horizonte que se negaba a desaparecer de nuestra vista. La tarde se asemejaba entonces un fósforo cuya llama no se extinguiese y a un enorme árbol de una sombra tan intensa como el cariño de los padres, cuya compañía imaginábamos para siempre. Nada nos hacía sospechar de la existencia de esos lugares oscuros llamados tanatorios, y que el tiempo se apresurase un día en alcanzar un destino que nunca supusimos tan cercano.

martes, 4 de mayo de 2010

Sin nosotros en vuestro vuelo


Te crees que van a vivir siempre, pero no es así. Te crees que vas a gozar siempre de su presencia, que van a estar siempre ahí para sacarte las castañas del fuego, pero tarde o temprano te das cuenta de tu error. Y no es que en el fondo no lo supieras, pero te niegas a aceptarlo, te niegas a aceptar que esa persona que es vida para ti, que te ha transmitido la vida, tenga un día que desaparecer.

Y sin embargo, la idea de separación, de alejamiento de aquellos que nos dieron el ser físico, mucho antes de que se produzca la separación definitiva, ya está inscrita en nuestros genes desde el comienzo. Así nos lo dice la Biblia cuando afirma que “dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.” (Gén 2, 24; Mt 19, 5; Mc 10, 7). Y santa Teresa de Jesús, cuando pone en boca de los padres: “Os damos alas para volar y después os pedimos que os alejéis con ellas en vuestro vuelo, os damos vida para vivir y después os suplicamos que la viváis sin nuestra vida.” Una ley de vida que puede parecer cruel en un principio, pero que se acepta y se desea finalmente de buen grado para dejar su curso a la naturaleza: “Aún así, es nuestro gran anhelo veros sin nosotros en vuestro vuelo.”

Así está escrito desde que el mundo es mundo y así sucederá hasta el final de los tiempos: la carne sucederá a la carne para acompañar al sol en su peregrinaje por el universo. Hubo una vez un niño que cuando comprendió la ley de la separación definitiva, es decir, el tiempo, se puso a llorar desconsoladamente debajo de una mesa. En su ingenuidad, creyó a sus progenitores cuando le consolaban diciéndole que aún faltaba mucho para ese momento. Hoy, ese niño ha regresado, y vuelve a llorar sin consuelo porque se ha cumplido el plazo, el fin de un sueño bajo el sol. Sin embargo, su mirada dolorida no se detiene en ningún punto en concreto y se pierde lejos, mucho más lejos del horizonte, allí donde quizá el tiempo, al fin desarmado, no pueda con sus hojas configurar el olvido.

A mi padre,
en el recuerdo.