Recuerdo que en mi niñez,
alegre más de una vez,
delante de ellos corrí.
FIACRO IRÁYZOZ
"Los gigantes de Pamplona"
Y con ellos también corrí. Con ellos sobre mis hombros, quiero decir. Corriendo en esta ocasión detrás de los niños y asustándolos y soportando a veces sus chanzas, que de todo había. Porque durante muchos años he sacado los gigantes, los gigantones, en las fiestas del pueblo. Durante muchos desfiles me ha tocado bailar al son de la música y el confeti, y dar vueltas y correr de un sitio a otro detrás de la muchachada o retirarme cuando algún infante aún demasiado tierno no comprendía que aquella cabezota que le miraba sólo estaba hecha de cartón piedra y rompía en llanto. Estos días han vuelto a salir a las calles y, aprovechando que esta vez no necesitan mi ayuda para desfilar -y bien que lo siento-, quisiera escribir unas líneas sobre el origen de esta tradición que tanto colorido aporta a las fiestas de nuestro suelo patrio.

No hay que buscar un origen único a los gigantes, ya que nacen en diferentes partes del mundo distantes entre sí, aunque muy posiblemente tengan en común su relación con ceremonias rituales o iniciáticas. Así, podemos encontrar figuras gigantes en la Roma clásica, en las praderas de los indios americanos del siglo XIV o en el África del siglo XV. Se han hallado gigantes o cabezudos en cien países o territorios de todo el mundo. En la actualidad, su entorno alcanza contextos sociales muy diversos, pudiendo hallarlos, por ejemplo, en representaciones festivas o en otras de tipo exclusivamente religioso.

El origen de las figuras gigantes, tal y como las conocemos en la actualidad, debemos buscarlo en ceremoniales religiosos muy antiguos, en los cuales hacen su aparición con el fin de mostrar, por encima de las cabezas de los presentes para así magnificarlo, al ser o dios que representan con su imagen, haciéndolo presente al mismo tiempo mediante danzas y cánticos rituales. En Europa y otros lugares, fueron evolucionando desde estos orígenes, en un contexto de religiones paganas, hacia elementos didácticos y festivos, como cuando eran usados por los juglares y en teatros ambulantes para reforzar sus representaciones, o con su integración en los carnavales.

Sin embargo, esas figuras antiguas eran muy distintas de las actuales, así como la forma en que eran portadas, puesto que comprendían desde una cabeza de madera tallada, situada encima de una vara y con el cuerpo envuelto en una tela, hasta estructuras de paja, sin representar a ninguna imagen específica, que después del ceremonial podían acabar quemadas. Tampoco su evolución, al nacer en distintos lugares del mundo no conectados entre sí, fue la misma en todas partes. Así, por ejemplo, el caballete, el elemento que permite mantener al gigante en toda su altura, incluso cuando no se halla dentro el portador, no se incorporó antes del siglo XII, y rara vez fuera de Europa.

Llegamos al año 1311 en Europa, cuando el papa Clemente V, tras unos años de decaimiento, revitaliza y regula la fiesta del Corpus Christi. Y, a pesar de que no se detalla cómo debe desarrollarse la celebración procesional, ésta pasa a ser en todo el orbe un desfile de elementos religiosos, muchos de ellos sobre "carros triunfales", adaptándolos sin embargo a los intereses de la fiesta. De esta forma, los gigantes, la tarasca, los cabezudos y todo tipo de fabulario se incorporan a una fiesta que con el paso del tiempo va añadiendo nuevos elementos procedentes sobre todo de las representaciones gremiales. Si a esto añadimos los bailes populares, como la danza de las espadas, nos encontramos con que dicha celebración ejerce una enorme atracción para las clases sociales más bajas, ya que en ella encuentran reflejados muchos de los elementos pertenecientes a sus costumbres y tradiciones.

El origen de la tradición actual en España data de la Edad Media. Así, ya encontramos referencias escritas en 1201 en Pamplona, con tres gigantes que representaban a tres personas de Pamplona: Pero-Suciales (leñador), Mari-Suciales (aldeana) y Jucef-Laucari (judío). Solían salir en la procesión de San Fermín el 25 de septiembre. De aquí pasó la costumbre al reino de Castilla y sobre todo a la Corona de Aragón.
Llegamos al año 1780, cuando se produce en España un hecho importante: la prohibición del desfile de las figuras y de la interpretación de danzas dentro de la procesión del Corpus, puesto que "el pueblo las seguía de forma demasiado festiva y se distraía de la finalidad principal." Aquellos elementos que la Iglesia hizo suyos para fomentar la participación del pueblo en la procesión del Corpus pasaban ahora a ser indeseables y se los eliminaba de la fiesta.

Esto significó el fin para muchos gigantes en nuestro país, que terminaron víctimas del polvo y del olvido, cuando no directamente en la hoguera. Localidades que contaban con una fuerte presencia y protagonismo de las figuras en la procesión, como es el caso de Sevilla, las perdieron para siempre. Sin embargo, en otros lugares no hicieron caso de la prohibición o las situaron unos metros por delante del desfile, con lo que se consiguió mantener viva una tradición que aún perdura hasta nuestros días, adoptando diversas formas de manifestación y enriqueciendo la que quizá pueda considerarse la página más importante de la cultura popular y tradicional en el mundo.