jueves, 10 de septiembre de 2009

En algún coro celestial


Pensaba escribir hoy sobre los diez años que lleva ya Alfredo Kraus de ausencia entre nosotros, pero me he dado cuenta de que es casi imposible. Pocas veces ha cobrado tanta vida esa frase de “ha muerto el artista, pero su obra permanece”. No me parece que Alfredo Kraus nos haya dejado, es verdad, y menos que se cumplan diez años de su fallecimiento. Alfredo Kraus está ahí, en los discos, en “Rigoletto”, en “La traviata”, en “Werther” o en “Manon”; y también en “La tabernera del puerto”, “Black, el payaso” o “Doña Francisquita”. Uno de los dos tenores con los que me he criado –el otro es Carlos Munguía, que creo que aún vive-, es Alfredo Kraus; desde pequeño, su voz siempre ha amenazado la cristalera del patio de la casa donde vivía o me ha transportado a un cielo en el que le imagino cantando en un puesto de privilegio en alguno de los coros celestiales.

Su voz comenzó a alumbrarnos en el Teatro Real de El Cairo en 1956, en el papel del Duque de Mantua del “Rigoletto” de Verdi. Ese mismo año prestó su voz a Alfredo, de “La traviata”, en La Fenice de Venecia, teniendo como pareja a una joven Renata Scotto en el papel de Violeta. También con “La traviata” debutó en Londres en 1957, en el Stoll Theatre, y en 1958, con esta misma obra, obtuvo su gran espaldarazo al cantarla en el teatro Sao Carlo de Lisboa junto a la gran María Callas. A partir de aquí, comenzó una carrera que le llevaría a brillar con luz propia en los más importantes teatros de ópera de todo el mundo.

Poseedor de una técnica depurada, además de una gran claridad en la dicción y su dominio del agudo, alcanzando el mi bemol, Alfredo Kraus está considerado por muchos como el mejor tenor lírico de la segunda mitad del siglo XX y uno de los grandes tenores de todos los tiempos. Casi se puede decir que murió cantando, pues su último concierto se produjo once meses justos antes de su muerte, el 10 de octubre de 1998, en el homenaje a Miguel Fleta, tenor al que consideraba Kraus como el mejor de todos los tiempos. Esta longevidad en su carrera los críticos la atribuyen a su cuidado repertorio, que se limitó a la música que mejor se adaptaba a su voz.

El timbre exquisito de su voz, su elegancia y su maestría nos acompañaran siempre. Su hueco aún no ha sido cubierto ni creo que se cubra nunca al cien por cien. Dicen que el que ha emprendido su senda es el peruano Juan Diego Flórez; pero se trata sólo de eso, de su senda, porque ninguna persona puede sustituir a otra, y menos si hablamos de una de las grandes figuras de la lírica. No le gustaban demasiado los espectáculos de masas, tipo “Los Tres Tenores”, porque pensaba que la ópera debía representarse en su marco natural, que era el teatro, un lugar en el que la voz alcanza los cielos más puros. Quizá otros tuviesen un mayor chorro de voz, pero para él el arte del canto no tenía secretos. Como dijo el barítono italiano Leo Nucci el pasado 22 de junio, Alfredo Kraus “era el arte, luego están los divos, pero él era el arte”.




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