domingo, 4 de octubre de 2009

Sueño de plata

Quiso esta vez el cielo apiadarse del caballero y comenzó a enviar una lluvia mansa y discreta. No se lo pensó dos veces y abrió rápidamente su paraguas para resguardar a la dama con la que acababa de intercambiar unas palabras y que aún permanecía sentada a escasos metros de él. Era también lo que esperaba la dama, que no dudó un instante en refugiarse bajo aquel techo que tan generosamente se le ofrecía. Los dos esperaban que abriesen la puerta y permanecieron de pie y en silencio, aguardando a la persona que no tardaría en presentarse con las llaves, en compañía del único sonido, sosegado y monótono, de la lluvia.

Siempre había soñado algo así, encontrarse con su amada en el íntimo cielo de un paraguas, bajo el sueño de plata de la lluvia. Le parecía que no eran necesarias las palabras, que en ese aire detenido entre los dos se encontraban todas las conversaciones posibles. Creyó morir cuando sintió su mano sobre su brazo, ese ángel con el que se sentiría capaz de las más arduas empresas. Sólo faltaba un paso a lo sagrado, hacia el altar donde sublimar aquel sentimiento que acababa de nacer; un territorio que, sin embargo, jamás osaría traspasar porque la mano que ahora mismo le elevaba del suelo pertenecía a otro sueño, a un camino que había sido ya consagrado. No tuvo que resistir mucho más tiempo la tentación. No tardaron en abrir las puertas del templo y cada uno fue a presentar su ofrenda por separado.

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