
Siempre había soñado algo así, encontrarse con su amada en el íntimo cielo de un paraguas, bajo el sueño de plata de la lluvia. Le parecía que no eran necesarias las palabras, que en ese aire detenido entre los dos se encontraban todas las conversaciones posibles. Creyó morir cuando sintió su mano sobre su brazo, ese ángel con el que se sentiría capaz de las más arduas empresas. Sólo faltaba un paso a lo sagrado, hacia el altar donde sublimar aquel sentimiento que acababa de nacer; un territorio que, sin embargo, jamás osaría traspasar porque la mano que ahora mismo le elevaba del suelo pertenecía a otro sueño, a un camino que había sido ya consagrado. No tuvo que resistir mucho más tiempo la tentación. No tardaron en abrir las puertas del templo y cada uno fue a presentar su ofrenda por separado.
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