viernes, 16 de octubre de 2009

Tarde de domingo

También entonces descendía la tarde. También los cielos se vestían de morado y las horas se marchaban por el horizonte con paso sigiloso. Mas nada de eso importaba. Con las veinticinco o treinta pesetas que lograbas reunir de la colecta familiar del domingo, te creías con el poder suficiente para satisfacer cualquier capricho. No era demasiada la cantidad, pero bastaba para conseguir esa sonrisa que un mínimo poder económico, vedado el resto de la semana, es capaz de hacer aflorar en el rostro de un niño.

También entonces los árboles comenzaban a desnudarse y las hojas volaban sobre tu cabeza. También la nostalgia barría las calles y la luz mordía el alma. Mas tampoco importaba. La tarde era un pájaro libre para el juego y el capricho de unas golosinas. Allí estaba la tía Bolera y su eterno negro en un rincón de la plaza, con su puesto de pipas y chucherías, con su mirada detenida en quién sabe qué dolor o primavera. Era el día de asomarse al kiosco del Ángel para ver si había conseguido nuevos números del Capitán Trueno, o, tiempo después, al puesto del tío Cándido, mucho más surtido que el de la tía Bolera a la que acabaría por desplazar para siempre, que cada domingo venía, acompañado por su mujer, en su motocarro desde un pueblo cercano. El balón, los saltos o la bici quedaban para el resto de la semana. El domingo, no. El domingo había que vestirse de domingo y llegar lo más limpio posible a casa. El domingo era el día de hacer una visita a la confitería del tío Felipe y acceder a esos enormes tarros de cristal repletos de caramelos, o a la tienda de ultramarinos “La Argentina” del tío Guillermo, que se turnaba detrás del mostrador con su mujer y sus tres hijas, para probar uno de esos tronkitos que acababan de llegar, o el tigretón o la pantera rosa que vendrían después, y, de paso, a comprar los sobres de esas colecciones de cromos que nunca terminabas de completar.

También entonces las sombras te sorprendían a cada esquina, mientras un olor a churros llenaba la plaza y un hombre caminaba de vuelta a su casa con la radio pegada al oído, escuchando “Carrusel deportivo”. Pero tampoco importaba. Era la hora del cine, y las luces de colores que ribeteaban la pantalla, antes de la proyección, te anunciaban la llegada de un nuevo universo en el que pronto te sumergirías. En ese río de luz que venía de lo alto, parecía encontrarse la clave del misterio, de la vida que comenzaba a latir en la pantalla y a la que sólo podías tener acceso si mantenías los ojos fijos en ella. A la salida, aún con el pensamiento anclado a la película, ya la luna reinaba en todo lo alto y sellaba como definitivas las horas pasadas. Pero no importaba. Todavía las pinceladas del tiempo no habían comenzado a pintar el alma, el alma niña.

No hay comentarios:

Publicar un comentario