viernes, 29 de mayo de 2009

A donde sueñan las golondrinas

Cuando hace tiempo se presentó a la puerta de casa, no pudo evitar recordarme a mi primer amor. Es ella con veinte años, pensé. Luego, su verbo cálido y sonoro consiguió arrastrarme a la misma región de las palabras, allí donde sílabas y letras parecen afanarse en la preparación de unos esponsales de alta alcurnia. No importaba lo que me decía, si hubiera querido me habría vendido el Empire State o una parcela en el Himalaya, mas, para suerte de mi bolsillo, se limitó a dejarme tan sólo, en la consola de la entrada, unas revistas de los Testigos de Jehová.

Hay personas que, con sólo el timbre de su voz, consiguen atraparte en su puño suave y decidido. Pero lo de esta chica era distinto. Lo suyo era una prisión celeste, a pocos metros de nuestras cabezas, en donde el canto de los pájaros fuera los únicos barrotes, un lugar del que nunca intentaríamos la huida, la prisión más segura del mundo. Yo, por supuesto, tampoco intenté evadirme; mi pensamiento oscilaba entre las burbujas de sus palabras y esos rasgos que me transportaban hacia unos años que creía para siempre en el olvido.

Desde entonces, se ha vuelto a presentar en casa unas cuantas veces más; pero, para mi desgracia, han sido pocas en las que mi mente ha quedado directamente envuelta bajo su lazo dorado, lista para viajar hacia quién sabe qué universo o paraíso. La mayoría de las ocasiones me he visto obligado a escucharla en la distancia, atento el oído tras una puerta ligeramente abierta y con miedo a ser descubierto, aflojados los puños y el alma para ser envuelto en sus hilos invisibles y convincentes, en esas palabras delicadas que se cuelan por toda la casa y que a ratos consiguen de nuevo transportarme a donde sueñan las golondrinas.

domingo, 24 de mayo de 2009

Un Nóbel para Bibiana

Dicen que ha dado una lección de ciencia
cuando parece asegurar no en vano
que el feto es un ser vivo mas no humano
a las trece semanas de existencia.

Asombrada se halla la docencia,
científicos, doctores, pueblo llano,
que, no dudad, de hallarse entre sus manos,
el Nóbel se daría a esta eminencia.

Mas perdonad, no quiero aguar la fiesta,
pero tengo una duda que ha surgido
a la precariedad de su propuesta,

que preguntarme tengo si esta Aído,
sin otro dato que su hermosa testa,
qué libro o luz, qué estudios ha tenido.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Siempre listo


Siempre fiel a tu cita
con las caricias,
pequeño ser, pequeña
ternura blanca que pareces
mendigar con tus ojos tristes
un pedazo de eternidad.
El sueño a veces en tu mismo nombre,
en ese cielo hurtado a la rutina,
el relámpago en ocasiones,
a punto de morder una tristeza,
mas siempre listo el corazón.

A mi perro, Rufo.

jueves, 14 de mayo de 2009

La primera fotografía de la historia

Hablaba el otro día Cualqui en su artículo sobre la posibilidad de capturar imágenes y sonidos del pasado, y comentaba lo fantástico que sería llegar a conocer el rostro de Platón, Sócrates o del mismo Jesús de Nazaret. Quizá un invento semejante quede todavía lejos de nuestras posibilidades; sin embargo, al poco de leer su escrito me di cuenta de que algo así, si no de la forma que todos pensamos, ya se ha conseguido, y no precisamente por alguna lumbrera de nuestra época. Me estoy refiriendo a la Síndone, la Sábana Santa de Turín, la primera fotografía de la historia.

Fue Secondo Pia, un abogado italiano cuya verdadera pasión era la fotografía, quien tuvo la oportunidad de fotografiar por primera vez la que Pablo VI consideraba como “la reliquia más importante de toda la historia de la cristiandad”. En 1898, con motivo de las bodas del futuro rey Víctor Manuel II con Elena de Montenegro, iba a tener lugar una ostensión de la reliquia por la que llegarían a pasar cerca de 90.000 personas. A través del barón de Manno, y después de vencer algunos reparos iniciales que consideraban poco respetuoso la realización de una fotografía del sagrado lienzo, Secondo Pia obtuvo por fin el permiso del rey Humberto I.

La ostensión de la Síndone comenzaba en la mañana del 25 de mayo y se cerraba la tarde del 2 de junio. Secondo Pia, tras examinar el programa de acontecimientos, se dio cuenta de que tenía sólo dos oportunidades para realizar sus fotografías. La primera, después del mediodía del 25 de mayo, y la segunda, en la tarde del día 28. El principal obstáculo con que se encontraba para su tarea era la escasa luz del templo, la catedral de San Juan Evangelista. En aquella época, ni la catedral ni la ciudad de Turín disponían de luz eléctrica, por lo que se vio obligado a montar dos focos con sus propios generadores de electricidad.

El primer intento resultó fallido. La emisión de luz se producía de forma irregular y los filtros que preparó habían estallado por el calor de los focos. En el segundo intento, a pesar de nuevas dificultades como la colocación sobre la Sábana del grueso cristal que le servía de protección, consiguió por fin su propósito. Al menos había podido exponer las dos placas que llevaba –la primera 14 minutos y la segunda 20- para que registrasen la venerada imagen. Ahora quedaba sólo comprobar los resultados.

A solas en su cámara oscura, iluminada tan sólo por una lucecita roja, comenzó a retirar las enormes placas de la solución de oxalato de hierro en la que se encontraban... Lanzó un suspiro de alivio: algo al menos se veía, pero todavía no sabía qué. Por fin pudo distinguir la parte superior del altar y, sobre él, el imponente marco que contenía la reliquia. Al observar la mancha que se correspondía con el cuerpo, se dio cuenta de que ésta adquiría un aspecto totalmente insospechado; observó su rostro y se dio cuenta de que aquella figura con los ojos cerrados por la muerte era real. Aquél era el auténtico rostro de Jesús de Nazaret, y Secondo Pia, el primer ser humano que lo contemplaba después de diecinueve siglos.

Su descubrimiento significaba que la figura que aparecía en el lienzo era un “negativo” fotográfico en tamaño natural; por esta razón, la placa negativa del abogado se había convertido en un retrato en positivo. Si nosotros hacemos una foto, lo primero que obtenemos en nuestra cámara es el negativo del motivo fotografiado; pero si lo que fotografiamos es un negativo, el negativo nuestro se convierte en realidad en un positivo, donde podemos observar la imagen tal como es, y no con los colores invertidos, lo blanco en negro y viceversa.

En las imágenes siguientes podemos observar el rostro de la Sábana tal como aparece a simple vista y el rostro, convertido en positivo, en el negativo de la foto.


La cara que aparece en la Sábana Santa es un rostro deforme, con las huellas de la Pasión reflejadas en él, correspondiente a un varón de aproximadamente 1,80 metros de estatura. Sin embargo, nos llena de emoción porque sabemos, casi con total seguridad, que nos encontramos ante el rostro verdadero de Cristo, el mismo que vieron su madre o sus apóstoles. A partir de esta imagen, en una tarea similar a la de la policía cuando hace una foto-robot, podemos reconstruir el rostro que Jesús tenía en vida. Es lo que hizo Bruner, el fotógrafo pontificio, o Ariel Aggemian en un retrato que creo que conoce todo el mundo. Bruner nos presenta un rostro de una majestad, de una grandiosidad, de una nobleza, de una unción, de una serenidad, de una amabilidad, de una bondad, de una dulzura y, al mismo tiempo, de una enorme virilidad. Según palabras del doctor Gregorio Marañón, “así debió de ser el rostro del varón perfecto”.

Las posibilidades de que estemos ante el verdadero rostro del Nazareno son verdaderamente altísimas; nos encontramos nada menos que, si tenemos en cuenta todas las características que hacen peculiar esta tela, con una probabilidad frente a doscientos mil millones de que el hombre de la Sábana no sea el mismo Jesús de Nazaret de los evangelios. Por otra parte, a los que piensan que la Síndone es una falsificación de la Edad Media habría que preguntarles que quién se iba a molestar en pintar un negativo en esa época, siglos antes de que se inventara la fotografía, y en una tela, además, en la que no se ha encontrado ningún rastro de pintura. A día de hoy, no sabemos cómo se formó la imagen. Pero ésta es otra historia que nos llevaría mucho tiempo.

En las imágenes de abajo podemos ver las reconstrucciones de Bruner y de Aggemian.
















sábado, 9 de mayo de 2009

La madurez de la ministra

Una cosa es la edad legal, la mayoría de edad, y otra distinta la edad mental, la madurez de una persona; en unos casos se corresponde la una con la otra y en otros casos, no. Esto me parece que es algo en lo que todos estamos de acuerdo. En España, la mayoría de edad se encuentra establecida en los 18 años, de manera que, cuando se alcanza esa edad, la persona adquiere una serie de derechos, como el derecho al voto, que anteriormente, cuando era menor de edad, no tenía.

Partiendo de nuestra legislación actual, no se comprende que una chica de 16 años no tenga ninguno de los derechos que se obtienen con la mayoría de edad y sí, en cambio, se pretenda que tenga acceso al supuesto derecho a decidir sobre su propio cuerpo, esto es, a eliminar al ser humano que lleva en su interior; o se es mayor de edad a los 16 años para todo o no se es. Esta pretensión de establecer la madurez a los 16 años resulta, además, del todo incomprensible si tenemos en cuenta no sólo las secuelas físicas del aborto, sino las psicológicas –el llamado síndrome post-aborto- que una decisión de este tipo puede acarrear y que puede marcar a una mujer para toda la vida.

Traigo todo esto a colación porque ha vuelto a ser una ministra –en este caso, la de Sanidad en una entrevista concedida a “La Razón”- la que ha vuelto a hablar de que las jóvenes de 16 años puedan abortar sin el permiso paterno. Esta vez, la ministra ha pretendido reforzar su postura, al hablar sobre las posibles diferencias de opinión entre los padres y la hija, con el argumento de que si “los padres aconsejan abortar a la menor y ella no quiere, muy poca gente dudaría de la madurez de la niña para poder decidir”.

Pues no, doña Trini, me parece que las cosas no son como usted las quiere ver. Si una niña –observen que es ella quien emplea esta palabra- dijera eso a sus padres, quizá nadie podría dudar de su madurez, efectivamente, pero no “para poder decidir”, sino, en todo caso, en caso de que sea una verdadera madurez, para comprender que “eso” que lleva en su interior no es “algo” sino “alguien” –tal vez como esas muñequitas con las que jugaba no hace mucho, pero de carne y hueso-, y que, si continúa adelante con su embarazo, un día verá luz, como seguramente habrá podido comprobar en su corta existencia. Si un padre, por seguir con el tipo de ejemplo que usted pone, dice a su hijo menor de edad que coja el coche para ir a recoger a su hermana pequeña al colegio y el hijo se niega, tampoco nadie dudaría de la madurez del hijo, por supuesto, pero no para “poder decidir”, sino para comprender que no se halla capacitado para una labor semejante, como pretendería el adulto y supuestamente maduro progenitor.

Comprobamos, por tanto, como veíamos al principio, que la madurez de una persona y su edad real no tienen por qué ir en consonancia. En los ejemplos que hemos visto, en el de la ministra –no por lo que ella piensa, claro- y en el nuestro, quienes son verdaderamente maduros son los hijos y no los padres, por mucha diferencia de edad que exista entre ellos. Hay personas que, a pesar de su corta andadura por esta vida, alcanzan un nivel de madurez sorprendente; otras, en cambio, da la impresión de que nunca lo conseguirán. Me temo, señora ministra, que usted pertenece al segundo grupo. Aunque quizá no todo esté perdido en su caso, porque en otro momento de la entrevista afirma que “siempre he querido ser la voz de los que no tienen voz”. Pues eso.

Síntomas del infarto cerebral

Durante una comida familiar, una mujer tropezó y cayó al suelo sin producirse aparentemente ninguna lesión. Aseguró a los presentes que se encontraba bien y que había tropezado con una baldosa a causa de sus zapatos nuevos. Enseguida la ayudaron a levantarse y, aunque parecía algo mareada, intentó disfrutar de la reunión durante el resto de la tarde. Sin embargo, una vez hubo acabada la comida, despedidos ya los invitados, éstos recibieron una llamada en su domicilio. Era el marido que les comunicaba que su mujer había tenido que ser ingresada en urgencias y que, desgraciadamente, al poco tiempo había fallecido; un infarto cerebral durante el transcurso de la comida era el culpable del trágico desenlace.

Si el esposo o los invitados de esta infortunada mujer hubieran sabido cómo reconocer un infarto cerebral, hoy seguramente seguiría entre nosotros. Por eso, es importante aprender a reconocer sus síntomas. Un neurólogo afirma que, si le llaman dentro de las tres primeras horas, puede revertir totalmente los efectos del infarto.

A veces es difícil reconocer estos síntomas. Sin embargo, actualmente los médicos han establecido una regla para reconocerlo mediante tres simples preguntas:

1. Pida al afectado que SONRÍA
2. Pídale que levante AMBOS BRAZOS.
3. Dígale QUE PRONUNCIE UNA SIMPLE FRASE, coherente, como por ejemplo “Hoy hace un día estupendo”.

Si la persona afectada presenta dificultad con cualquiera de estas tres pruebas, llame inmediatamente a urgencias y describa los síntomas. Después de descubrir que un grupo de voluntarios no médicos puede identificar debilidad facial, debilidad en brazos y debilidad en el habla, los investigadores apelan al público en general para que aprenda estas tres preguntas. Estos investigadores presentaron sus conclusiones en el encuentro anual de la Bristish Stroke Association, celebrado en febrero de 2005. Un uso generalizado de este test podría conducir a un rápido diagnóstico y tratamiento de la apoplejía y evitar no sólo daños cerebrales sino la pérdida de una vida.

domingo, 3 de mayo de 2009

Madre

Madre. Una palabra que en sí ya es toda una plegaria, un canto al universo, a la creación, a lo más sagrado de cada uno. Es decir madre y es volver los ojos al altar más íntimo de cada uno, al templo de nuestra infancia, al pan de cada día. Tantas horas de desvelos, de cuidados a cambio de nada, de heridas que sanaban con su sola presencia, han hecho brotar el auténtico rosal, aquel que ya nunca se marchitará por más otoños que pasen. Madre. La de cada uno, la del zurcido a nuestras diabluras, la de la espera a nuestro olvido. Madre. En cuyos latidos hallamos lugar seguro, en cuyos ojos el cielo brillará siempre limpio. Madre. La que habita siempre en nuestro nombre.

Felicidades a todas las madres.

sábado, 2 de mayo de 2009

Recuerdos de mayo

Puede parecer increíble ahora mismo, pero hubo un tiempo en que los niños de entonces salíamos cada tarde a recoger flores para María, nuestra madre del Cielo. El campo era entonces una infinita fuente de aventuras, un libro coloreado, la expansión natural de nuestra alma niña. Montados en nuestras bicis, nos adentrábamos por los caminos del lugar en busca del mejor ramillete, competíamos por llevar al día siguiente a la escuela las flores más hermosas. Las más comunes eran las amapolas y las margaritas, seguidas por las violetas y unas flores diminutas cuyo nombre aún desconozco, pero a las que llamábamos zapatitos de oro. Mientras, los inmensos mares de espigas se agitaban con el viento del poniente, bajo una luz que se teñía a cada rato con tintes de lo eterno.

Un viejo armario al fondo de la clase era el lugar sobre el que cada año se improvisaba el pequeño altar. Allí, bajo una enorme lámina de la Virgen, colocaba cada tarde don Jaime los ramos de flores que habíamos llevado, cada uno en su correspondiente frasco o bote lleno de agua. Para cada ramo, unas palabras, un elogio, algo que recompensara al muchacho por su esfuerzo. La calidad del ramo venía determinada por el sitio que ocupaba en el altar; así, los más hermosos se situaban en el centro y en primera fila, mientras que los menos vistosos eran colocados en lugares más discretos. Las flores que ocupaban siempre los mejores puestos eran sin ninguna duda las rosas; cuando algún alumno las llevaba, seguramente de algún rosal casero o quizá de alguna verja sin vigilancia, ornaban casi siempre el altar en un puesto de privilegio y el muchacho que las había traído se convertía en la envidia de todos. No recuerdo que nos organizáramos a la hora de llevar flores, sin embargo, nunca faltaban sobre el armario; casi todos los niños llevábamos nuestro ramillete y, cuando veíamos que estaba a punto de marchitarse o que ya había sido retirado por encontrarse seco, lo renovábamos con otro puñado de color.

El final de las clases era el momento para los cantos y las lecturas de cada día. Nuestras almas infantiles bendecían la tarde con unánime pureza y marcaban la hora de la salida, de la merienda, de volver a esos campos donde el espíritu encontraba su acomodo y el tiempo era sólo los colores del ocaso. Todo esto ocurría cuando lo sagrado estaba unido a lo cotidiano, cuando la oración formaba parte de las horas y del aire mismo.