
Una cosa es la edad legal, la mayoría de edad, y otra distinta la edad mental, la madurez de una persona; en unos casos se corresponde la una con la otra y en otros casos, no. Esto me parece que es algo en lo que todos estamos de acuerdo. En España, la mayoría de edad se encuentra establecida en los 18 años, de manera que, cuando se alcanza esa edad, la persona adquiere una serie de derechos, como el derecho al voto, que anteriormente, cuando era menor de edad, no tenía.
Partiendo de nuestra legislación actual, no se comprende que una chica de 16 años no tenga ninguno de los derechos que se obtienen con la mayoría de edad y sí, en cambio, se pretenda que tenga acceso al supuesto derecho a decidir sobre su propio cuerpo, esto es, a eliminar al ser humano que lleva en su interior; o se es mayor de edad a los 16 años para todo o no se es. Esta pretensión de establecer la madurez a los 16 años resulta, además, del todo incomprensible si tenemos en cuenta no sólo las secuelas físicas del aborto, sino las psicológicas –el llamado síndrome post-aborto- que una decisión de este tipo puede acarrear y que puede marcar a una mujer para toda la vida.
Traigo todo esto a colación porque ha vuelto a ser una ministra –en este caso, la de Sanidad en

una entrevista concedida a “La Razón”- la que ha vuelto a hablar de que las jóvenes de 16 años puedan abortar sin el permiso paterno. Esta vez, la ministra ha pretendido reforzar su postura, al hablar sobre las posibles diferencias de opinión entre los padres y la hija, con el argumento de que si “los padres aconsejan abortar a la menor y ella no quiere, muy poca gente dudaría de la madurez de la niña para poder decidir”.
Pues no, doña Trini, me parece que las cosas no son como usted las quiere ver. Si una niña –observen que es ella quien emplea esta palabra- dijera eso a sus padres, quizá nadie podría dudar de su madurez, efectivamente, pero no “para poder decidir”, sino, en todo caso, en caso de que sea una verdadera madurez, para comprender que “eso” que lleva en su interior no es “algo” sino “alguien” –tal vez como esas muñequitas con las que jugaba no hace mucho, pero de carne y hueso-, y que, si continúa adelante con su embarazo, un día verá luz, como seguramente habrá podido comprobar en su corta existencia. Si un padre, por seguir con el tipo de ejemplo que usted pone, dice a su hijo menor de edad que coja el coche para ir a recoger a su hermana pequeña al colegio y el hijo se niega, tampoco nadie dudaría de la madurez del hijo, por supuesto, pero no para “poder decidir”, sino para comprender que no se halla capacitado para una labor semejante, como pretendería el adulto y supuestamente maduro progenitor.

Comprobamos, por tanto, como veíamos al principio, que la madurez de una persona y su edad real no tienen por qué ir en consonancia. En los ejemplos que hemos visto, en el de la ministra –no por lo que ella piensa, claro- y en el nuestro, quienes son verdaderamente maduros son los hijos y no los padres, por mucha diferencia de edad que exista entre ellos. Hay personas que, a pesar de su corta andadura por esta vida, alcanzan un nivel de madurez sorprendente; otras, en cambio, da la impresión de que nunca lo conseguirán. Me temo, señora ministra, que usted pertenece al segundo grupo. Aunque quizá no todo esté perdido en su caso, porque en otro momento de la entrevista afirma que “siempre he querido ser la voz de los que no tienen voz”. Pues eso.