
Un viejo armario al fondo de la clase era el lugar sobre el que cada año se improvisaba el pequeño altar. Allí, bajo una enorme lámina de la Virgen, colocaba cada tarde don Jaime los ramos de flores que habíamos llevado, cada uno en su correspondiente frasco o bote lleno de agua. Para cada ramo, unas palabras, un elogio, algo que recompensara al muchacho por su esfuerzo. La calidad del ramo venía determinada por el sitio que ocupaba en el altar; así, los más hermosos se situaban en el centro y en primera fila, mientras que los menos vistosos eran colocados en lugares más discretos. Las flores que ocupaban siempre los mejores puestos eran sin ninguna duda las rosas; cuando algún alumno las llevaba, seguramente de algún rosal casero o quizá de alguna verja sin vigilancia, ornaban casi siempre el altar en un puesto de privilegio y el muchacho que las había traído se convertía en la envidia de todos. No recuerdo que nos organizáramos a la hora de llevar flores, sin embargo, nunca faltaban sobre el armario; casi todos los niños llevábamos nuestro ramillete y, cuando veíamos que estaba a punto de marchitarse o que ya había sido retirado por encontrarse seco, lo renovábamos con otro puñado de color.
El final de las clases era el momento para los cantos y las lecturas de cada día. Nuestras almas infantiles bendecían la tarde con unánime pureza y marcaban la hora de la salida, de la merienda, de volver a esos campos donde el espíritu encontraba su acomodo y el tiempo era sólo los colores del ocaso. Todo esto ocurría cuando lo sagrado estaba unido a lo cotidiano, cuando la oración formaba parte de las horas y del aire mismo.
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