viernes, 29 de mayo de 2009

A donde sueñan las golondrinas

Cuando hace tiempo se presentó a la puerta de casa, no pudo evitar recordarme a mi primer amor. Es ella con veinte años, pensé. Luego, su verbo cálido y sonoro consiguió arrastrarme a la misma región de las palabras, allí donde sílabas y letras parecen afanarse en la preparación de unos esponsales de alta alcurnia. No importaba lo que me decía, si hubiera querido me habría vendido el Empire State o una parcela en el Himalaya, mas, para suerte de mi bolsillo, se limitó a dejarme tan sólo, en la consola de la entrada, unas revistas de los Testigos de Jehová.

Hay personas que, con sólo el timbre de su voz, consiguen atraparte en su puño suave y decidido. Pero lo de esta chica era distinto. Lo suyo era una prisión celeste, a pocos metros de nuestras cabezas, en donde el canto de los pájaros fuera los únicos barrotes, un lugar del que nunca intentaríamos la huida, la prisión más segura del mundo. Yo, por supuesto, tampoco intenté evadirme; mi pensamiento oscilaba entre las burbujas de sus palabras y esos rasgos que me transportaban hacia unos años que creía para siempre en el olvido.

Desde entonces, se ha vuelto a presentar en casa unas cuantas veces más; pero, para mi desgracia, han sido pocas en las que mi mente ha quedado directamente envuelta bajo su lazo dorado, lista para viajar hacia quién sabe qué universo o paraíso. La mayoría de las ocasiones me he visto obligado a escucharla en la distancia, atento el oído tras una puerta ligeramente abierta y con miedo a ser descubierto, aflojados los puños y el alma para ser envuelto en sus hilos invisibles y convincentes, en esas palabras delicadas que se cuelan por toda la casa y que a ratos consiguen de nuevo transportarme a donde sueñan las golondrinas.

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