
La luz de las claraboyas realza aún más el blanco de columnas y paredes e inunda el espacio bajo la cúpula, y casi toda la ermita, de una luminosidad transparente, silenciosa, sosegada, como si sólo el espíritu pudiese habitar en ella en fervorosa oración. Los rostros de las tres o cuatro personas que en ese momento ocupan los bancos se encuentran también llenos de esa luz blanca que proviene de lo alto y que parece escribir en ellos las palabras que el alma susurra. La mañana de este treinta de diciembre ha amanecido sorprendentemente clara después de varios días de lluvia y de oscuridad, como si quisiese contribuir al encuentro que a continuación se va a desarrollar. Comienza ya la rondalla el primer villancico, Glória in excélsis Deo, cuando el sacerdote celebrante y su séquito salen de la sacristía. No llegarán a veinte los muchachos que se han colocado en los bancos, los seminaristas que han elegido este día y este pueblo para disfrutar de una jornada de convivencia. Miro sus rostros adolescentes y no puedo dejar de sentir cierta envidia cuando contemplo esa ilusión en ellos, esa vocación a la que se han sentido llamados por una transparencia superior a la de las claraboyas. También siento envidia, por qué no confesarlo, por esos rostros que apenas han abandonado la niñez y que me hacen preguntar por aquel muchacho que un día se fue de mi semblante. Lucen todos el mismo corte de pelo y la misma alegría en sus miradas. Pienso, en un momento de tristeza, que el camino que les resta será largo y difícil y que tal vez algunos no lo consigan, que esa llamada que tan clara escuchan ahora tal vez se pierda en el mundo y sus ruidos. Sin embargo, me conforta pensar que aunque algunos no lleguen a vestir los hábitos sacerdotales no tiene por qué abandonarles jamás esa alegría del rostro, esa luz más allá de la claraboya que a todos nos persigue y a la que todos servimos en la medida de nuestras posibilidades. Entona de nuevo la rondalla un villancico, mientras la luz suave parece posarse ahora sobre el misterio que hay delante del altar. Una luz que parece existir sólo entre las paredes de un templo y que llama al descanso del alma. Una luz que te invita a pronunciar las palabras más íntimas y cuyos átomos parecen girar tan sólo, dulcemente, en el tiempo de lo sagrado.
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