martes, 5 de enero de 2010

La mirada de un niño

Hace años, tal noche como hoy fue una de las más felices de mi vida. Iba por la calle y la gente me miraba con asombro y me saludaba, al mismo tiempo que los niños se quedaban embobados ante mi presencia; yo, por mi parte, les devolvía sonriente los saludos a la vez que dejaba caer sobre ellos una lluvia de caramelos. El cielo, entretanto, contribuía al espectáculo con todas sus luces desplegadas. Bueno, en realidad no era a mí a quien saludaban, como ya habrán adivinado, sino al personaje que representaba. Nada menos que al Rey Melchor. Bien pertrechado contra el frío, esa noche me tocó representar, en compañía de unos amigos, uno de los papeles más gratificantes que le pueden tocar a uno: el de repartidor de ilusiones, de la poca magia que aún queda en este mundo, el papel de los Magos de Oriente.

Casi todo lo hicimos nosotros. La carroza, los ropajes con alguna vieja sábana...; yo mismo me fabriqué unas barbas blancas con algodón y una corona de cartón y papel de platilla que aún deben de rondar por algún rincón de la casa; ya se encargaría la noche de disimular cualquier fallo en nuestra vestimenta. Aquella noche, más que una cabalgata por las luces y miríadas de estrellas, fue una cabalgata por los corazones y el entusiasmo y por ese otro universo que es la mirada de un niño. Todo salió a la perfección y, una vez finalizado el recorrido, fuimos recibidos por las autoridades municipales y por una multitud deseosa de ver de cerca a tan ilustres visitantes.

Sin embargo, lo mejor estaba por venir. Sentados en unos sillones que nos habían preparado a las puertas del ayuntamiento y rodeados por nuestros pajes, era el turno de repartir los juguetes. Comenzaron a acercarse los niños con sus madres, sus padres y..., ¡oh Dios mío!, ¡se lo creían!, los niños se creían que estaban de verdad ante Melchor, Gaspar y Baltasar. Miraban mi rostro, mis barbas, y me estaban diciendo que yo, este simple mortal que ahora escribe estas líneas, era nada menos que el Rey Melchor, toda la noche fingiendo que lo era para luego resultar que era verdad, que en esos momentos yo era realmente para los niños el Rey Melchor; si hasta la niña, un poco mayor que el resto, que era mi paje y me ayudaba con los regalos también se lo creía cuando llegó el momento de entregarle el suyo.

Debido a mi proverbial timidez, sentía cierto temor ese día al contacto con la gente, aunque con los niños siempre me he desenvuelto mejor. Sin embargo, qué fácil fue todo, qué fácil cuando existe auténtica alegría, que fácil cuando se anda por el camino de la pureza, por unas estrellas que de verdad vinieron esa noche a la tierra. Esa noche descubrí que hay muchísimo más placer en dar que en recibir, en entregarse que en esperar todo de los demás, en llevar la ilusión que en que te la despierten. Y todos podemos ser Magos. Con nuestros hijos, nuestros nietos o nuestros sobrinos. Con nuestros padres o nuestros amigos. Con nuestro prójimo de al lado o con el que vive en algún rincón perdido de África. Los Magos siguen existiendo; los llevamos en nuestro interior y no nos damos cuenta. Pero a veces bastan unos ojos asombrados y unas palabras titubeantes, como aquella noche, la mirada pura de un niño, para verlo con claridad.

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