
Estos días pasados, en medio de ese temporal de nieve y de frío que ha arreciado en toda España de una manera que nunca he conocido, me ha dado por pensar en la excelente idea que sería conservar un poco de ese frío para la canícula, para esos días de julio y de agosto en que miras suplicante al cielo por un poco de agua. Y he recordado que en el pueblo existe una calle, Pozo de la Nieve, que remite a una actividad que, como es lógico, alguien la había pensado antes que yo.
Los pozos de las nieves, o neveros artificiales, son pozos excavados en la tierra con muros de contención, de gran variedad de tamaños, incluso con techo, que disponen de aberturas para la introducción de la nieve y la posterior extracción del hielo. Se encuentran distribuidos por toda la geografía española para una actividad que data del tiempo de los romanos y que tuvo su máximo desarrollo entre los siglos XVI y XIX, decayendo su uso a mediados del siglo pasado con la aparición de los primeros frigoríficos.
Hasta ese momento, la conservación de los alimentos se realizaba por medio de la salmuera, los adobos, las conservas o, como en el tema que nos ocupa, el aprovechamiento de la nieve. Este último sistema fue el origen de un trabajo y una profesión que pervivió aproximadamente hasta 1931. Además, el frío se utilizaba también con fines terapéuticos. Ya en la antigüedad clásica los médicos prescribían su utilización con fines medicinales, un uso que se recuperó con fuerza durante el Renacimiento. El hielo servía como remedio para rebajar la temperatura en los procesos febriles, en los producidos por la epidemia del cólera, como calmante en casos de congestiones cerebrales, en particular en la meningitis, también para detener hemorragias y como antiinflamatorio en traumatismos, esguinces o fracturas.
Los trabajos en los neveros comenzaban en primavera después de las últimas nevadas. Cortaban la nieve con palas y la llevaban a los pozos de nieve, donde la prensaban hasta convertirla en hielo para que se conservara más tiempo y ocupara menos espacio. Después se cubría con tierra, hojas, paja o ramas –que servían de aislante- formando capas de un grosor homogéneo. El dicho “limpio de polvo y paja” viene precisamente de esta actividad de los neveros, de una cédula real que exigía que el hielo debía llegar así al consumidor. Ya en verano, se cortaban bloques de hielo que eran transportados a lomos de bestias de carga durante la noche, para evitar que se derritieran, hasta los puertos y núcleos urbanos más cercanos, donde eran comercializados. La dureza del trabajo debía de ser impresionante. Los trabajadores de la nieve no disponían de abrigos y calzado moderno, y trabajaban en condiciones de frío intenso acumulando nieve en los pozos.
Nuestros abuelos seguro que recuerdan cuando tenían que ir a comprar hielo para alimentar las primeras neveras domésticas o para otro uso. Luego, la aparición de los frigoríficos y la producción de hielo de forma industrial hizo que esta actividad de la nieve quedara anticuada y los pozos fueran abandonados. Hoy resisten algunos de ellos en mejor o peor estado o envueltos en el recuerdo de una calle con su nombre y en unos copos de nieve que me han llevado hasta otro tiempo.
Los pozos de las nieves, o neveros artificiales, son pozos excavados en la tierra con muros de contención, de gran variedad de tamaños, incluso con techo, que disponen de aberturas para la introducción de la nieve y la posterior extracción del hielo. Se encuentran distribuidos por toda la geografía española para una actividad que data del tiempo de los romanos y que tuvo su máximo desarrollo entre los siglos XVI y XIX, decayendo su uso a mediados del siglo pasado con la aparición de los primeros frigoríficos.
Hasta ese momento, la conservación de los alimentos se realizaba por medio de la salmuera, los adobos, las conservas o, como en el tema que nos ocupa, el aprovechamiento de la nieve. Este último sistema fue el origen de un trabajo y una profesión que pervivió aproximadamente hasta 1931. Además, el frío se utilizaba también con fines terapéuticos. Ya en la antigüedad clásica los médicos prescribían su utilización con fines medicinales, un uso que se recuperó con fuerza durante el Renacimiento. El hielo servía como remedio para rebajar la temperatura en los procesos febriles, en los producidos por la epidemia del cólera, como calmante en casos de congestiones cerebrales, en particular en la meningitis, también para detener hemorragias y como antiinflamatorio en traumatismos, esguinces o fracturas.
Los trabajos en los neveros comenzaban en primavera después de las últimas nevadas. Cortaban la nieve con palas y la llevaban a los pozos de nieve, donde la prensaban hasta convertirla en hielo para que se conservara más tiempo y ocupara menos espacio. Después se cubría con tierra, hojas, paja o ramas –que servían de aislante- formando capas de un grosor homogéneo. El dicho “limpio de polvo y paja” viene precisamente de esta actividad de los neveros, de una cédula real que exigía que el hielo debía llegar así al consumidor. Ya en verano, se cortaban bloques de hielo que eran transportados a lomos de bestias de carga durante la noche, para evitar que se derritieran, hasta los puertos y núcleos urbanos más cercanos, donde eran comercializados. La dureza del trabajo debía de ser impresionante. Los trabajadores de la nieve no disponían de abrigos y calzado moderno, y trabajaban en condiciones de frío intenso acumulando nieve en los pozos.
Nuestros abuelos seguro que recuerdan cuando tenían que ir a comprar hielo para alimentar las primeras neveras domésticas o para otro uso. Luego, la aparición de los frigoríficos y la producción de hielo de forma industrial hizo que esta actividad de la nieve quedara anticuada y los pozos fueran abandonados. Hoy resisten algunos de ellos en mejor o peor estado o envueltos en el recuerdo de una calle con su nombre y en unos copos de nieve que me han llevado hasta otro tiempo.
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