miércoles, 3 de junio de 2009

Cenizas (a Lola Santiago)

Sólo sabía de ella que escribía en el ABC. Perdidos muchas veces en un maremágnum de noticias de “la más rabiosa actualidad”, se nos escapan muchas veces palabras calmadas, escritas como en la orilla de los días, y que seguramente nos aportarían la pizca de sosiego necesaria en este tráfago incesante que nos rodea.

Hace poco venía en el periódico la noticia del fallecimiento de la escritora –escritora y pintora, como se definía ella- Lola Santiago (Granja de Torrehermosa, Badajoz, 1952), hermana del también escritor José Miguel Santiago Castelo, subdirector de ABC. A muchos no les dirá nada este nombre, incluso yo mismo tuve que hacer por unos instantes un pequeño esfuerzo de memoria para situarla en las páginas de este periódico. Leyendo su necrológica, me entero de que su obra literaria se había centrado sobre todo en la poesía. “Apenas un trazo” (1985), “Ya no es tiempo de lilas” (1993), “Pulso roto” (1995), “Plenitud del instante” (1998), y “De Centro a Boca” (2004), son los títulos de sus poemarios. También escribió una novela, “Blues del silencio” (2006), y “Rayas de cebra”, una recopilación de sus artículos en ABC recién salida de la imprenta y que la escritora quería presentar en la Feria del Libro. Hace unos meses se había embarcado en un nuevo proyecto, una revista digital dedicada a la cultura, http://www.laotraesquina.es/, dirigida por ella misma.

En los últimos tiempos, su nombre se me escapaba entre el torrente de noticias y nombres que nos rodean. Sin embargo, hubo una época en que la leía con cierta regularidad. Incluso he recordado que ese artículo que todavía andaba dando vueltas por mi mesa y que recorté porque me gustó bastante, lleva su firma. Se titula “Cenizas” y, curiosamente, son unas palabras de despedida a otro poeta de su tierra pacense, Manuel Pacheco, cargadas de lluvia y de melancolía. Lo transcribo a continuación como homenaje a esta escritora.

CENIZAS

La melancolía fuerte apretaba la tarde pacense. Un grupo nutrido de personas acudían a un ritual funerario y entrañable. En silencio, una barca atravesaba el Guadiana para en su centro, allí donde la corriente es más espesa, derramar unas cenizas. Eran las pavesas de un poeta. A mucha gente que no sea de la región, les resultará extraño su nombre, Manuel Pacheco, pero fue un gran poeta y un hombre triste. Como la tarde en que se fundió para siempre con el río que amaba. Los paraguas chorreaban nostalgia. Como su alma. Todos estaban allí, familiares, amigos y autoridades. Silencio emotivo. Se leen unos versos del poeta. Se aplaude. Y los claveles, las rosas y algunas guirnaldas caen en las aguas verdosas del río. Y en breve tiempo todo ha terminado. La voluntad del poeta se ha cumplido. Ya está fundido con la naturaleza que tanto amó. Hay como un desgarro de guitarra que se lleva el viento. Sin apenas moverse.

Son las siete y media de la tarde de esta primavera recién estrenada. Apoyada en la baranda, miro al río. La lluvia fina e insistente marca hoyuelos concéntricos, separados unos de otros, equidistantes, perfectos. Comienza a anochecer en el embarcadero. Entre un puente moderno y los arcos que saben de tantas historias del puente viejo. Cae la tarde. Sigue la lluvia. Los grupos empiezan a dispersarse. El agua y las cenizas fundidas para siempre. Y no tengo ni un verso tuyo, Pacheco. Porque tu mejor verso lo has escrito en este anochecer lluvioso con la melancolía infinita del silencio.

Lola Santiago
ABC, 1-4-98

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