
El otro día cuando íbamos de paseo con el Rufo, se nos acercó. Dada la diferencia de peso entre los dos canes, y puesto que dudaba de sus intenciones con respecto a mi pequeño acompañante, opté por ahuyentarle para evitar algún posible mal. Luego me arrepentí. Era un perro abandonado. Uno de tantos que en estas fechas vacacionales pueblan nuestras calles, nuestros campos y nuestras carreteras. Uno de tantos que seguramente ignora –su corazón creo que es incapaz de semejante suposición- la traición de su amo, que ha sido vendido al aire y al olvido y condenado a vagar por los caminos de la ingratitud.
Unos vecinos le dieron algo de comer. Seguramente agradecería esas manos amigas, lejos sin embargo de esas otras que le acariciaron desde pequeño y que modelaron en su corazón la lealtad y el agradecimiento. Ese perro será recogido –quizá lo hayan hecho ya- por los municipales y llevado a alguna perrera donde tal vez obtenga el asilo de un alma generosa, o acaso –en este pueblo no hay ningún establecimiento semejante- ya le han sacrificado y han puesto fin a ese horizonte de deslealtad que le aguardaba.
No es la primera vez que escribo sobre este tema y probablemente tampoco será la última. Esta época de vacaciones parece un tiempo de ingratitud. Poco podía imaginarse el pobre animal por Reyes –estos perros abandonados de ahora son los cachorros regalados ese día- que existe un pecado que se llama haber crecido, y otro mayor, exclusivo del corazón de los hombres, llamado miseria, y egoísmo, cuando con pocas semanas era el centro de atención de todo el mundo. El miserable que ha abandonado a este perro ha pagado un doble precio por sus vacaciones. Uno es el económico, el dinero que ha tenido que abonar por el alquiler del chalé o el apartamento. El otro es la moneda de la ingratitud, un capital que por desgracia parece abundar en el corazón de los humanos.
Unos vecinos le dieron algo de comer. Seguramente agradecería esas manos amigas, lejos sin embargo de esas otras que le acariciaron desde pequeño y que modelaron en su corazón la lealtad y el agradecimiento. Ese perro será recogido –quizá lo hayan hecho ya- por los municipales y llevado a alguna perrera donde tal vez obtenga el asilo de un alma generosa, o acaso –en este pueblo no hay ningún establecimiento semejante- ya le han sacrificado y han puesto fin a ese horizonte de deslealtad que le aguardaba.
No es la primera vez que escribo sobre este tema y probablemente tampoco será la última. Esta época de vacaciones parece un tiempo de ingratitud. Poco podía imaginarse el pobre animal por Reyes –estos perros abandonados de ahora son los cachorros regalados ese día- que existe un pecado que se llama haber crecido, y otro mayor, exclusivo del corazón de los hombres, llamado miseria, y egoísmo, cuando con pocas semanas era el centro de atención de todo el mundo. El miserable que ha abandonado a este perro ha pagado un doble precio por sus vacaciones. Uno es el económico, el dinero que ha tenido que abonar por el alquiler del chalé o el apartamento. El otro es la moneda de la ingratitud, un capital que por desgracia parece abundar en el corazón de los humanos.
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