
Quizá fueron primero los cumpleaños los días en los que parecía encontrarse siempre; el suyo, el de sus padres, el de sus hermanos o amigos... Comenzó entonces a darse cuenta de un vago latir del tiempo, de unas estaciones en las que determinadas fechas siempre acudían como un tren puntual. Tal vez fuesen después algunas fiestas del año las que parecían también volver siempre fieles a su cita; San José, los Santos, las fiestas del lugar... Sí, la Navidad y su grueso abrigo de paño fueron al comienzo los días que más pronto regresaban, con esa sensación de nostalgia y de estufa de leña que a pesar de sus años aún en primaveras comenzaba a sentir. Al mismo tiempo –o acaso antes, o después-, otros días especiales como el fallecimiento de un ser querido o la boda de un amigo empezaron a latir también en el calendario. Conservaba en la página más blanca del alma el día de su primer beso, cuando creyó desvanecerse en el viento de la noche; tan luminoso le parecía ese momento, que no lo sentía encadenado a un día del almanaque. Después comenzaría a llegar el aniversario de su boda, una fecha que cada vez más le parecía pertenecer a las viejas fotografías. Y otros momentos relacionados con la familia que acaba de formar. Nunca imaginó que aquel ser menudo por cuya causa tantas noches pasaba en vela comenzara a crecer tan pronto. Pero ahí estaban también esos años que parecían arrinconar cada vez más los suyos.
Cada vez volvían más deprisa las fechas. Siempre había un cumpleaños, un aniversario, una fiesta o una primavera que llamaba con celeridad a la puerta; a veces, de manera tan rápida que creía haberlos despedido hacía unos instantes. Siempre le parecía levantar la hoja de un día concreto del calendario, de una luz o una tristeza que volvía para ser vivida o recordada. A veces se recreaba en un momento determinado, en un intento de retener los minutos que tan rápidamente se le escapaban. Pero sabía que estaba condenado al fracaso, que a un día le sucedía otro y a una semana la siguiente hasta ver de nuevo asomarse por la esquina esos momentos que quiso retener.
Un día se puso a mirar por la ventana y a observar las hojas de los árboles. Se dio cuenta de su fragilidad, de que pronto no estarían y serían arrastradas a los confines del viento. Decidió entonces que él sería también como una hoja –que era como una hoja-, que, incapaz de detener el avance del tiempo, se dejaría de igual forma arrastrar por el viento y sus azares, hasta el final de sus pasos en este mundo, aun cuando la nostalgia le pidiese a gritos que su pulso volviese a vivir las horas tan lejanas.
Cada vez volvían más deprisa las fechas. Siempre había un cumpleaños, un aniversario, una fiesta o una primavera que llamaba con celeridad a la puerta; a veces, de manera tan rápida que creía haberlos despedido hacía unos instantes. Siempre le parecía levantar la hoja de un día concreto del calendario, de una luz o una tristeza que volvía para ser vivida o recordada. A veces se recreaba en un momento determinado, en un intento de retener los minutos que tan rápidamente se le escapaban. Pero sabía que estaba condenado al fracaso, que a un día le sucedía otro y a una semana la siguiente hasta ver de nuevo asomarse por la esquina esos momentos que quiso retener.
Un día se puso a mirar por la ventana y a observar las hojas de los árboles. Se dio cuenta de su fragilidad, de que pronto no estarían y serían arrastradas a los confines del viento. Decidió entonces que él sería también como una hoja –que era como una hoja-, que, incapaz de detener el avance del tiempo, se dejaría de igual forma arrastrar por el viento y sus azares, hasta el final de sus pasos en este mundo, aun cuando la nostalgia le pidiese a gritos que su pulso volviese a vivir las horas tan lejanas.
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