
Se cumple hoy el 150 aniversario del tránsito del Cura de Ars, motivo por el cual Benedicto XVI ha decretado que el año presente sea considerado como Año Sacerdotal. Pero ¿quién fue en realidad este santo para que haya sido propuesto como modelo de sacerdotes? Juan María Vianney, que así se llamaba nuestro cura, nació cerca de Lyon en 1786. Su paso por el seminario no fue excesivamente brillante debido a su más bien baja capacidad intelectual; sus superiores se vieron obligados a levantar la mano en los exámenes para que pudiera concluir su preparación para el sacerdocio. Sin embargo, estas ayudas que recibió no fueron de forma gratuita: Juan María era tan buena persona que a nadie se le pasaba por la imaginación que la Iglesia pudiera dejar escapar a un cura tan extraordinario.
¿Adónde destinarían a este sacerdote de escasas luces intelectuales que tampoco se mostraba especialmente dotado para la predicación? La solución la encontraron en una aldea, Ars, perteneciente a la diócesis de Belley. Pensaron que allí se iba a encontrar en su ambiente, rodeado de gente sencilla que no le plantearía grandes interrogantes y a la que sólo tendría que atender en las cosas cotidianas de la vida y de la muerte.
Mas al poco tiempo, la sorpresa. Ars se estaba convirtiendo en un foco de atracción para toda Francia y desde la corte parisina llegaban hasta la aldea gentes del más alto linaje que buscaban en Juan María un consejo certero, una absolución misericordiosa y una guía que los ayudara a superar sus propios defectos y las más difíciles situaciones. El cura rural era, a los ojos de todos, un santo y a la gente no le importaba guardar cola durante horas para beneficiarse de él, para poder confesarse con un hombre que, sin saberlo él mismo, era una avanzadilla del cielo en la tierra.
Su vida estaba hecha de mortificaciones, oración y trabajo. Era sencillamente un sacerdote dedicado en exclusiva a todo lo que suele hacer un sacerdote: preocuparse por el alma de sus feligreses y atender a quienes acuden a él con todo tipo de necesidades. Las cartas y las catequesis que nos ha dejado escritas transpiran honradez, sentido común, espiritualidad y ese toque de mística del que sólo están dotados los más grandes. En una catequesis sobre la oración podemos leer lo siguiente: “El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis encontrado la felicidad en este mundo”. Y más adelante añade: “Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos a la iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: ‘Sólo dos palabras, para deshacerme de ti.’ Muchas veces pienso que, cuando venimos a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy puro.”
No, no era tan retrasado como pudiera parecer en un principio el buen cura de Ars. Sabía cuáles eran las cosas más importantes en esta vida y sólo se limitaba a ponerlas en práctica. “Mi secreto –decía él- es sencillísimo: dar todo y no conservar nada”. Por su bondad, por su dedicación en cuerpo y alma a sus feligreses, la Iglesia no dudó no sólo en canonizarle, sino incluso en proponerle como modelo y patrono de los sacerdotes diocesanos, especialmente de aquellos que llevan adelante un sacrificado y poco conocido trabajo en las parroquias.