
Conservaba aquellos recuerdos como en un pliegue del silencio, a salvo del mundo y de sus horas, en donde tal vez sólo el canto de los pájaros pudiese interpretar su auténtico valor. Recordaba las horas de clase, las escapadas al bar a tomarse un bollito a media mañana, las horas en los jardines de la facultad en donde cada beso de ella era como una pequeña muerte en primavera, a salvo de palabras inútiles y del paso acelerado de la gente. Creía ver todavía su rostro deletreado por el sol, cada pliegue y cada sonrisa en su exacto significado, con cada palabra como la auténtica trama de la vida.
Veinte años después de todo aquello, encontró el caballero la posibilidad de abrir aquella puerta, de salir de nuevo a aquella hierba que aún debía de conservar las huellas de sus cuerpos. Había sido algo tan simple como teclear su nombre en las páginas blancas de Telefónica en Internet y encontrar una dirección. Se sorprendía de que fuese el nombre de ella el que apareciese al lado de un teléfono, pues suponía otro nombre en su vida, pero no podía saber qué había sido de su existencia en todos esos años. Pensó en descolgar el teléfono y escuchar aquella voz en otro tiempo tan familiar; sin embargo, finalmente decidió ir en su busca y encontrarse con ella, que las miradas decidiesen lo que habría de suceder.
El pequeño chalé parecía bastante coqueto. Un sauce crecía en una esquina y sus hojas secas regaban el césped de un jardín que suponía cuidado por aquellas manos delicadas que un día tuvo entre las suyas. En la acera de la calle, más y más hojas se amontonaban hasta formar un río hacia el olvido. Apostado en una esquina, no percibió el más mínimo movimiento en la puerta durante un largo rato; alguien, sin embargo, debía de vivir allí, alguien cuyo corazón alentara esas paredes como un día alentó su sueño. Por fin, la puerta se abrió y una figura femenina comenzó a cruzar el umbral, aún borrosa por la sombra y la distancia. Había llegado el momento. Veinte años se encontrarían frente a frente. Veinte años, de golpe en una calle. Sin embargo, antes de percatarse siquiera de quién era esa mujer, giró sobre sus pasos y se dio la vuelta. Prefirió que esos besos y esas caricias viviesen para siempre en la luz de una lejana primavera.
Veinte años después de todo aquello, encontró el caballero la posibilidad de abrir aquella puerta, de salir de nuevo a aquella hierba que aún debía de conservar las huellas de sus cuerpos. Había sido algo tan simple como teclear su nombre en las páginas blancas de Telefónica en Internet y encontrar una dirección. Se sorprendía de que fuese el nombre de ella el que apareciese al lado de un teléfono, pues suponía otro nombre en su vida, pero no podía saber qué había sido de su existencia en todos esos años. Pensó en descolgar el teléfono y escuchar aquella voz en otro tiempo tan familiar; sin embargo, finalmente decidió ir en su busca y encontrarse con ella, que las miradas decidiesen lo que habría de suceder.
El pequeño chalé parecía bastante coqueto. Un sauce crecía en una esquina y sus hojas secas regaban el césped de un jardín que suponía cuidado por aquellas manos delicadas que un día tuvo entre las suyas. En la acera de la calle, más y más hojas se amontonaban hasta formar un río hacia el olvido. Apostado en una esquina, no percibió el más mínimo movimiento en la puerta durante un largo rato; alguien, sin embargo, debía de vivir allí, alguien cuyo corazón alentara esas paredes como un día alentó su sueño. Por fin, la puerta se abrió y una figura femenina comenzó a cruzar el umbral, aún borrosa por la sombra y la distancia. Había llegado el momento. Veinte años se encontrarían frente a frente. Veinte años, de golpe en una calle. Sin embargo, antes de percatarse siquiera de quién era esa mujer, giró sobre sus pasos y se dio la vuelta. Prefirió que esos besos y esas caricias viviesen para siempre en la luz de una lejana primavera.
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