Quiso ayer el azar o el destino que nos encontráramos en los periódicos con dos noticias que vienen a reflejar lo mejor y lo peor de la condición humana. Por un lado las alimañas, la parte más baja de nuestro ser que se arrastra por el suelo, una plaga que viene asolando nuestro país desde hace más de cuarenta años y que, gracias a la cobardía de unos, la complacencia de otros y la estupidez –por no decir algo más gordo- de no pocos, sigue asolando esta tierra. Una persona quemada viva ha sido la última víctima en el altar de su fanatismo.
Por otro lado, la parte más noble, aquella que nos eleva por encima del resto de criaturas y nos reconcilia con el Creador, aquella que nos mueve a completar la obra que un día Dios puso en marcha. Vicente Ferrer. Toda una vida dedicada a los más pobres, los intocables, aquellos cuyo simple contacto puede “ensuciar” a los miembros de las castas superiores. Ahí está su obra: escuelas, hospitales, viviendas, embalses, 135.000 niños apadrinados y una larga lista de servicios de la que se benefician más de dos millones de personas. Pero, sobre todo, la esperanza, una luz en el camino para todos aquellos que no tenían más horizonte que el barro y la miseria.

Se ha escrito de él que fue un loco y un visionario. Y en efecto. Hay que estar muy loco para dejarlo todo y dedicarse a la causa de los más desfavorecidos. Pero es un tipo de locura que podríamos llamar positiva. O divina. Porque Vicente Ferrer era un hombre de fe, un hombre que creía profundamente en la providencia de Dios y en la capacidad para el bien de los hombres; ahí queda su obra para ser continuada. En el polo contrario estaría el otro tipo de locura, la perversa o negativa cuya manifestación pudimos comprobar el viernes. Porque también hay que estar muy loco para dedicarse a hacer el mal, para ir sembrando el dolor y el llanto donde quiera que vayas; ¿se les habrá ocurrido a estos asesinos pensar por un instante que hay algo que se llama compasión y que produce infinitamente más placer que la sangre derramada?

Vicente Ferrer es un como un dios para las miles de personas que ayudó a lo largo de su vida, para esos ríos humanos que ahora se acercan para darle su último adiós; muchas de estas personas tienen incluso en sus hogares una foto suya junto a las de sus dioses. Seguramente, al propio Vicente Ferrer no le agradaría semejante elevación. Pero, a poco que nos esforcemos, no nos será difícil ver en estos gestos las palabras de las Escrituras donde se nos dice que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. El hombre, como Dios, es capaz de amar, capaz de compadecerse; el hombre está llamado a amar primero a Dios y luego a sus semejantes, en los que puede encontrar el rostro divino. No es difícil para un cristiano ver en Vicente Ferrer esa semejanza divina, ese llamamiento a amar al prójimo en una vida que no se cansó de entregar a los pobres. Bendita sea esta locura de la que ojalá un día todos nos contagiemos.
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