domingo, 14 de junio de 2009

El pan de los pobres

Si hay un santo popular y milagrero, éste no es otro que San Antonio de Padua, cuya festividad celebramos hoy. Ya León XIII le llamó “el santo de todo el mundo”, porque su devoción se extiende prácticamente a todos los rincones. Invocado por todos aquellos despistados en busca del objeto perdido y por las mozas que buscan novio, su vida, como es lógico, no se reduce a estas tradiciones y leyendas que la devoción popular nos ha transmitido.

Nacido en Lisboa el 15 de agosto de 1195, en el seno de una familia aristocrática, su verdadero nombre era Fernando de Bulloes y Taveira de Azevedo. Sus primeros hábitos fueron los de los Canónigos de San Agustín; sin embargo, como ocurre tantas veces, no era éste el camino que le tenía reservado el Señor. Un amigo suyo había ingresado en la nueva orden fundada por Francisco de Asís, los franciscanos, y, enviado a Marruecos como misionero, encontró allí el martirio. Este hecho conmocionó a la sociedad portuguesa de su época y a buena parte de la cristiandad, porque hacía mucho tiempo que no se hablaba de mártires. Fueron muchos los jóvenes que quisieron entrar en la orden para ocupar el puesto de los mártires y llevar el Evangelio a tierra mora; entre ellos se encontraba Antonio.

Sin embargo, tampoco iba a ser Marruecos el destino de nuestro santo. Al poco de llegar a esta tierra, se vio aquejado de hidropesía, que le dejó postrado e incapacitado durante varios meses, por lo que hubo que devolverle a Europa. Sus superiores no tardaron en descubrir la valía del joven sacerdote y decidieron hacer de él un formador de la gran cantidad de aspirantes que se acercaban a la orden. Padua, sede de una floreciente universidad, se convertiría en su destino final y la ciudad en la que entregaría su alma al Señor el 13 de junio de 1231. Le costó aceptar la decisión, pero comprendió que la santidad no consiste en hacer lo que a uno le gusta, sino en aceptar los designios de Dios.

Dotado de un enorme poder para la oratoria, con una voz sonora y bien timbrada, tuvo desde el primer momento el don de llegar al corazón de los fieles con un mensaje lleno de sabiduría. El propio San Francisco, que miraba con desconfianza a teólogos y eruditos, se convenció de que en Antonio habitaba otro tipo de sabiduría. Por esta razón le dio no sólo permiso para predicar al pueblo, sino para enseñar teología a los propios frailes.

Con el poder de su palabra y su conocimiento de las Sagradas Escrituras, en las que era todo un experto, obtuvo numerosas conversiones de herejes, que en aquella época abundaban en el norte de Italia. En una ocasión, cuando los herejes de Rímini impedían al pueblo acudir a sus sermones, Antonio se acercó a la orilla del mar y empezó a gritar: “Oigan la palabra de Dios ustedes los pececillos del mar, ya que los pecadores de la tierra no la quieren escuchar”. A su llamada acudieron miles y miles de peces que sacudían la cabeza en señal de aprobación. Este milagro conmocionó a toda la ciudad, por lo que los herejes tuvieron que ceder.

Antonio predicaba los cuarenta días de cuaresma, encontrándose incluso enfermo de hidropesía. La gente se agolpaba a su alrededor para tocarlo y le arrancaba pedazos del hábito, era necesario designar a un grupo de hombres para protegerle después de los sermones. A veces, bastaba su sola presencia para que los pecadores cayesen de rodillas a sus pies. Allá donde iba, las gentes cerraban sus tiendas, oficinas y talleres para asistir a sus sermones; algunas mujeres, incluso, salían antes del alba o permanecían toda la noche en la iglesia para conseguir un lugar cerca del púlpito. Las iglesias se quedaban pequeñas para albergar a su enorme auditorio y a veces predicaba en los mercados y en las plazas públicas.

Son muchos los milagros atribuidos a San Antonio, no sólo en su tiempo sino también en nuestros días. Es famoso aquel gesto suyo que permitió a dos jovencitas casarse gracias a la dote que el santo les proporcionó, con lo que escaparon de una vida que las conducía por los peores caminos. De aquella ayuda ha quedado la tradición de que el santo es un excelente casamentero, y hoy en día, en algunas ciudades como Madrid, no faltan muchachas que acuden a la pila del agua bendita de su ermita a echar alfileres que se convierten en prenda de buenos novios. La representación tradicional con el Niño Jesús en brazos se debe a un suceso que tuvo una enorme difusión cuando sucedió. Se encontraba San Antonio en casa de un amigo, cuando, en un momento dado, éste se asomó por la ventana y vio al santo que contemplaba, arrobado, a un niño hermosísimo y resplandeciente que sostenía entre sus brazos.

Pero, más allá de tradiciones y leyendas, nos ha llegado algo que es más que una tradición. Hasta la creación de Cáritas, el servicio social cristiano se organizaba en la mayoría de los sitios en torno a San Antonio. Todavía existen muchos templos en los que podemos ver un cepillo con el letrero “Pan de San Antonio” o “Pan de los pobres”. Y esto sí tiene un origen histórico, pues el santo, lo mismo que los franciscanos en general, se convirtieron desde el primer momento de la fundación de la Orden en los mejores amigos de los pobres. Siempre al lado de los marginados, siempre al lado de los que sufren, los franciscanos, y San Antonio de manera especial, nos recuerdan al conjunto de la Iglesia aquella frase de Jesús en la que se identifica con el hermano necesitado: Tuve hambre y me disteis de comer, estuve desnudo y me vestisteis.

San Antonio, con el Niño Jesús en sus brazos, con la ternura que siempre prodigó a los que sufren, es, sobre todo, un modelo de caridad, un modelo de amor al necesitado por amor al Dios que veía en él. Antes que encontrar un objeto perdido o el novio y la novia que tanto anhelamos, pidámosle que nos ayude a tener un corazón grande y generoso, un corazón capaz de amar a Cristo y de ver a Cristo en los pobres.

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