
Pensaba que la mayor enfermedad de este mundo no era la falta de fe o la crisis moral por la que atravesamos, sino que lo que agonizaba era la esperanza, las ganas de vivir y de luchar, el volver a descubrir las infinitas zonas de luz que existen en el ser humano y en las cosas que nos rodean. Pensaba también que el gran triunfo del mal en nuestro tiempo consistía no tanto en habernos vueltos ciegos como en habernos puesto a todos unas gafas negras para que creamos que sólo el mal acampa en el mundo; rodeados de malas noticias desde el despuntar del día hasta la noche, desde que abrimos un periódico hasta que apagamos la televisión, ¿cómo no vamos a pensar que es sólo mal y nada más que mal lo que nos rodea?
Procuró, desde los suplementos dominicales de ABC, desde esa extraordinaria serie de artículos

titulada “Cuaderno de apuntes”, hablar a la gente desde el corazón, de las pequeñas alegrías de cada día, de esas zonas luminosas del mundo de las que nadie hablaba, y descubrió que aquellas palabras servían, que llegaban a la gente, y enseguida comenzó a recibir un aluvión de cartas de personas que le decían no que esos comentarios les gustaran más o menos o que estuvieran de acuerdo con sus ideas, sino que esos artículos les eran útiles, les ayudaban a vivir, que los esperaban cada domingo como un alimento, casi como una comunión.
Yo también era de los que esperaban esos artículos de José Luis Martín Descalzo como una comunión. Nada más llegar a casa el ABC del domingo, lo primero que hacía era buscar el suplemento para encontrarme con esas líneas que me hacían reflexionar y me llenaban de luz, que tocaban las fibras más sensibles del ser humano y no dejaban indiferente a nadie. No pretendía pintar un mundo de color de rosa ni inyectarnos un falso optimismo. El dolor estaba ahí, como parte de nuestra existencia. Pero pensaba que debíamos asumir la desgracia sin vestirnos con la amargura, sin dejarnos vencer por ella, que había que aprender a mirar más allá del dolor, que aunque nuestros pies chapotearan en el barro, nadie iba a impedirnos nunca levantar los ojos hacia las estrellas.

Se cumplen hoy dieciocho años de la muerte de mi querido Martín Descalzo, una persona que, de alguna manera, nunca ha dejado de estar presente en mi vida. Bien a través de su grandiosa “Vida y misterio de Jesús de Nazaret”, o releyendo sus recopilaciones de artículos, que aún rezuman vida, sigue frecuentando el pensamiento y el corazón de quien esto escribe. Se preguntaba en uno de estos artículos cómo podría ser la oración de Dios si un día quisiera rezar, cómo sería el “Padre nuestro” divino, la oración con que tal vez contestara a los hombres cuando alzan sus ojos al cielo y ponen en sus labios esas dos palabras milagrosas: Padre nuestro. Pensó que podría ser algo parecida a ésta:
Hijo mío que estás en la tierra, preocupado, solitario, tentado,
yo conozco perfectamente tu nombre 
y lo pronuncio como santificándolo,
porque te amo.
No, no estás solo, sino habitado por Mí,
y juntos construimos este reino
del que tú vas a ser el heredero.
Me gusta que hagas mi voluntad
porque mi voluntad es que tú seas feliz,
ya que la gloria de Dios es el hombre viviente.
Cuenta siempre conmigo
y tendrás el pan para hoy, no te preocupes,
sólo te pido que sepas compartirlo con tus hermanos.
Sabe que perdono todas tus ofensas
antes incluso de que las cometas;
por eso te pido que hagas lo mismo
con los que a ti te ofenden.
Para que nunca caigas en la tentación
cógete fuerte de mi mano
y yo te libraré del mal,
pobre y querido hijo mío.Stabat Mater
Composición poética de José Luis Martín Descalzo
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