
Al comienzo lo hacía con una moto Guzzi de color rojo, pero en los últimos años resultaba inconfundible el sonido del dos caballos que tenía a propósito para esta tarea. Cada día, al atardecer, comenzaba la ronda por el pueblo que le llevaba a visitar a los enfermos, a todos aquellos que no habían podido desplazarse hasta la clínica por guardar cama en su casa. Hoy es impensable algo semejante. A no ser que la cosa sea grave –e incluso así es necesaria una larga lucha por teléfono-, no consigues que un médico se digne a pisar tu casa. Y forastero, por supuesto.
Se ha muerto don José, el médico del pueblo, el de toda la vida. Llevaba años retirado, pero cuando me dieron la noticia me pareció volver a oír por la calle el ruido destartalado de su coche que por sí solo ya te tranquilizaba. Como su presencia. Era cruzar la puerta de la alcoba y retroceder el cincuenta por ciento de la enfermedad. La mano sobre tu frente, una cuchara para mirarte la boca y sus palabras tranquilizadoras. La receta, dos días de cama, y la enfermedad que comenzaba su retirada definitiva. Un tiempo, una cercanía, una confianza que parecen perderse en la noche de los tiempos.
¿A qué hora terminaba su consulta? Allí mismo, en la parte baja de su casa, tenía habilitada una clínica frente a la cual, en unos portales invadidos por la penumbra, la gente comenzaba una cháchara mientras esperaba su turno; un perro de escayola, junto a un espejo bajo, parecía guardar el secreto de todas aquellas conversaciones. Tal vez eran ya las tres, las cuatro, la hora en que se marchaba la última persona que había esperado frente a su puerta.
En una época en la que casi nadie disponía de vehículo propio, podías contar con la generosidad del suyo. Recuerdo en especial aquella vez en que a mi hermano, que tenía entonces dos años y cayó enfermo con acetona, hubo que llevarle a Madrid porque creíamos que se moría. Yo entonces contaba con cinco años y no comprendí la gravedad de la situación hasta que no vi salir al abuelo llorando de la habitación; creo que fue la única vez que le vi llorar en mi vida. Pero allí estaba el coche en la puerta, un Gordini de los de entonces. Por fortuna todo quedó en un susto y, según contaron después, ya en el trayecto mi hermano comenzó a sentirse mejor. Un perrito de esos que movían la cabeza fue su entretenimiento durante el viaje.
Ya no quedan médicos así, con esa cercanía y esa presencia familiar, con esa calidez del buen hacer en sus manos. Siento que un pedazo de mi vida se ha marchado para siempre al cielo sepia de los recuerdos, allí donde las palabras componen su más bello discurso. Descanse en paz, don José.
Se ha muerto don José, el médico del pueblo, el de toda la vida. Llevaba años retirado, pero cuando me dieron la noticia me pareció volver a oír por la calle el ruido destartalado de su coche que por sí solo ya te tranquilizaba. Como su presencia. Era cruzar la puerta de la alcoba y retroceder el cincuenta por ciento de la enfermedad. La mano sobre tu frente, una cuchara para mirarte la boca y sus palabras tranquilizadoras. La receta, dos días de cama, y la enfermedad que comenzaba su retirada definitiva. Un tiempo, una cercanía, una confianza que parecen perderse en la noche de los tiempos.
¿A qué hora terminaba su consulta? Allí mismo, en la parte baja de su casa, tenía habilitada una clínica frente a la cual, en unos portales invadidos por la penumbra, la gente comenzaba una cháchara mientras esperaba su turno; un perro de escayola, junto a un espejo bajo, parecía guardar el secreto de todas aquellas conversaciones. Tal vez eran ya las tres, las cuatro, la hora en que se marchaba la última persona que había esperado frente a su puerta.
En una época en la que casi nadie disponía de vehículo propio, podías contar con la generosidad del suyo. Recuerdo en especial aquella vez en que a mi hermano, que tenía entonces dos años y cayó enfermo con acetona, hubo que llevarle a Madrid porque creíamos que se moría. Yo entonces contaba con cinco años y no comprendí la gravedad de la situación hasta que no vi salir al abuelo llorando de la habitación; creo que fue la única vez que le vi llorar en mi vida. Pero allí estaba el coche en la puerta, un Gordini de los de entonces. Por fortuna todo quedó en un susto y, según contaron después, ya en el trayecto mi hermano comenzó a sentirse mejor. Un perrito de esos que movían la cabeza fue su entretenimiento durante el viaje.
Ya no quedan médicos así, con esa cercanía y esa presencia familiar, con esa calidez del buen hacer en sus manos. Siento que un pedazo de mi vida se ha marchado para siempre al cielo sepia de los recuerdos, allí donde las palabras componen su más bello discurso. Descanse en paz, don José.
No hay comentarios:
Publicar un comentario